miércoles, 2 de junio de 2010


Víctimas de la Transición


Pedro Larrea. Diario Vasco, - 18 Mayo 2010

Los herederos de Fraga se han transformado en los más firmes adalides de lo que representó la amnistía de 1977


«A cambio de la libertad y la paz, era preciso no remover, pasar página, encarar el futuro sin volver la vista al pasado. Ignoraba la nueva clase política la inutilidad de este olvido planificado»
Aquel 9 de abril de 1977, Sábado Santo, fue para muchos un verdadero Sábado de Gloria. El Gobierno de Adolfo Suárez, una criatura política del franquismo más azul, acababa de legalizar las siglas del Partido Comunista de España. Un triunfo de la reconciliación y el comienzo de la nueva España, titulaba ‘Mundo Obrero’. El pacto entre el sector revisionista del Régimen y la oposición moderada continuaba progresando.
Tras el referéndum para la reforma política de diciembre de 1976, el esfuerzo democratizador estaba tomando un ritmo frenético. En junio siguiente se celebraban elecciones generales y en octubre se aprobaba, con la abstención elocuente de Alianza Popular, una Ley de Amnistía concebida en su génesis como un perdón generoso que el victimario concede a sus víctimas. La Transición avanzaba, pese a todo, entre los ruidos de sables domésticos (el 23-F y otros intentos de golpe frustrados en octubre de 1983 y junio de 1985) y las alabanzas internacionales a un proceso considerado modélico.
Paradojas de la historia, el correr de los años ha invertido los papeles. Los herederos de Fraga se han transformado en los más firmes adalides de lo que representó la amnistía de 1977, mientras que los restos del naufragio carrillista han pasado a encabezar una batalla de críticas y descalificaciones que rechaza la impunidad de la dictadura. La derecha se niega a que se husmee en las miserias del franquismo, amparándose en el olvido impuesto por una ley que AP no votó, y la izquierda insiste en incorporar un recuerdo tardío a quienes fueron privados de voz y rostro en esa operación de punto final no escrito que quiso ser la Transición. Una ausencia que debía pasar inadvertida, silenciada, ocultada, desprovista de visibilidad y significación: eran las víctimas, las del Frente Popular, las de la Guerra Civil y muy especialmente las del franquismo.
La Transición, que hoy la derecha califica de ejemplar, tuvo la enorme cualidad de su eficacia. El deseo de continuidad, por parte de unos, y el de ruptura, por parte de otros, convergieron en la realidad gris de una reforma pactada, meritoria no sólo por los cambios introducidos, sin duda tacaños, sino, sobre todo, por el esfuerzo de consenso que los permitió. Pero también presentaba déficits notables. Fue una reforma ‘ilustrada’, es decir, en beneficio del pueblo (y, desde luego, de las castas de políticos, burócratas y funcionarios del franquismo), pero sin el pueblo. La auténtica transición venía fraguándose años atrás, a través del contacto de una oposición cada vez menos clandestina y más tolerada, con sectores pragmáticos del Régimen. El pueblo se limitó a prestar su asentimiento a unos acuerdos urdidos entre bastidores por las elites. Fue una democracia otorgada, no conquistada. Pero el regalo, la reconciliación de las dos Españas, valía la pena.
Esta concesión tenía un precio, un silencio cómplice. A cambio de la libertad y la paz, era preciso no remover, no recordar, pasar página, encarar el futuro sin volver la vista al pasado. Si es cierto que el olvido de las víctimas es percibido como una segunda muerte, la Transición no dejaba de ser una operación sacrificial en la que todos ganaban, a costa de quienes, perdida la vida y la dignidad, veían también denegada la memoria.
Ignoraba la nueva clase política, sin embargo, la inutilidad de este olvido planificado, puesto que la represión del recuerdo de las víctimas, por duradera y contundente que sea, nunca es capaz de apagar los ecos tercos de su voz. Y treinta años después de aquel perdón apresurado e insuficiente, el Gobierno de España se creyó en la obligación de completar una tarea restitutoria que en el tardofranquismo era imposible plantear. El instrumento elegido, la Ley de Memoria Histórica; el resultado, una nueva decepción para las víctimas. Primero, porque su dolor ha sido otra vez utilizado, manipulado y magreado desde las trincheras políticas y mediáticas. Y, segundo, porque las expectativas inicialmente despertadas quedaron encogidas hasta la banalidad de convertir en privado un asunto eminentemente público. Como caricaturizaba Ibáñez Fanés, la ley se ha limitado a facilitar a cada familia un mapa y una pala que le ayuden a encontrar los huesos de la víctima allegada.
¿Qué hacer, entonces? He aquí una breve guía de cuatro puntos para ilusos. Uno, hablamos de víctimas y no de ajustar cuentas a los victimarios; ¿de cuáles?; de todas, a sabiendas que no todas son iguales: de las vencidas y de las del bando vencedor, de izquierdas y de derechas, de las que murieron en el campo de batalla, de las asesinadas, de las desaparecidas, pero también de quienes sufrieron otras clase de calamidades. Dos, ¿a quién corresponde el deber de reparar? Al Estado, y más específicamente a la institución que encarna la soberanía popular. Tres, ¿cómo se ha de proceder? Mediante un gran consenso político, con generosidad partidaria, dejando a un lado sectarismos y banderías. Cuatro y más complicado, ¿qué es lo que el Estado debe restituir?
La identificación de las fosas y la exhumación de los restos son algunas de sus responsabilidades más elementales, lo mismo que determinadas compensaciones económicas que la Ley recoge. A las víctimas se debe, también, el reconocimiento de su inocencia, la devolución del honor arrebatado, la condolencia de toda la ciudadanía y el compromiso político de que su sufrimiento injusto no será en vano. Y, finalmente, merecen una memoria mínima, pero precisa y común, de los sucesos históricos que provocaron su desgracia. ¿Qué página vamos a pasar si el papel sigue estando en blanco? ¿No van a ser capaces de plasmar en él una narración veraz y compartida quienes han acordado en Euskadi fomentar la memoria histórica? Sólo el dolor relatado, además de aliviar a la víctima, permite a los demás comprender, concluyó Arendt. Y sólo entonces habremos llegado a una reconciliación digna de tal nombre.

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