jueves, 24 de noviembre de 2016

Atentado contra Maura


El 12 de abril de 1904 en Barcelona (Cataluña) el anarquista Joaquín Miguel Artal, impresionado por los relatos de torturas sobre los agricultores de Alcalá del Valle (Cádiz), apuñala en Barcelona Antonio Maura y Montaner, presidente del Consejo de Ministros, con un cuchillo de cocina gritando «Viva la anarquía!», hiriendo levemente. el político mallorquín había acompañado al Rey en los actos oficiales, y Capitanía tomó un coche descubierto para dirigirse a la Diputación, donde se alojaba ocasionalmente. Cuando el carruaje se encontraba frente a la iglesia de la Merced, un joven se acercó con un sobre en la mano y saltó al estribo mientras se quitaba la gorra. El presidente pensó que se trataba de una petición y extendió la mano para recibir el sobre, pero el chico sacó un puñal y lo hundió en el lado izquierdo de Maura, que trató de sujetar el brazo. Los pliegos del uniforme que vestía impidieron que el puñal penetrara, y todo quedó en una herida, según el informe facultativo del doctor Alavern, médico de cámara real. En el momento del atentado tenía 19 años de edad y era considerado de temperamento tímido, apocado, introvertido y solitario, pero de muy buena conducta. El agresor, mientras corría para fugarse por la calle de Sierra, fue detenido poco después. Identificado, se supo que trabajaba como sirviente para la familia de Joan Nadal y Vilardaga del número 35 de la calle Ancha, donde ya había trabajado su madre. En su poder se encontró un ejemplar del diario La Publicidad, otro de El Diluvio y otro de El Pueblo , donde venía subrayado un artículo de Vicenç Blasco Ibáñez en el que llamaba Antonio Maura «carne de Angiolillo» - por el anarquista italiano que asesinó Antonio Cánovas del Castillo. El 11 de junio de 1904 fue juzgado en la Audiencia de Barcelona, donde declaró no tener cómplices, y fue condenado a 17 años y cuatro meses de prisión, que pasó encerrado en la penitenciaría de Ceuta , donde murió enfermo en 1909. de este intento de magnicidio se hicieron eco los periódicos libertarios de la época, especialmente el Rebelde de Madrid, donde, además, Miguel Artal publicó dos artículos - «a los anarquistas» (10 de junio y 28 de julio de 1904) -, donde explicó que había cometido el atentado contra Maura, entre otras razones, «porque personificaba la más otra representación del principio de autoridad». El 8 de septiembre de 1904 publicó también en el Rebelde el cuento antimilitarista En la batalla. Asimismo colaboró en Liberación de Madrid. Al morir Miguel Artal la prensa anarquista ( El Libertario y Tierra y Libertad ) glosó su acción. La teoría de Constant Leroy en su libro Los secretos del anarquismo (1913) según la que el atentado contra Maura fue organizado por Francisco Ferrer Guardia y Francisco Miranda Concha, y con la concomitancia de Anselmo Lorenzo Asperilla, no tiene ningún fundamento y está basada únicamente en su odio antiferrerià.


sábado, 19 de noviembre de 2016

III Congreso Revolucionario de “Los desheredados” en Cádiz


Entre el 25 y el 28 de diciembre de 1884 tiene lugar en Cádiz, organizado por el grupo disidente llamado Asociación Internacional de los Trabajadores de la Región Española « Los desheredados » , el III Congreso revolucionario clandestino de esa organización . Durante el II Congreso de la Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE) celebrado en septiembre de 1882 en Sevilla surgió un grupo radical enfrentado con el Consejo Federal de la FTRE partidario de la organización clandestina que se escindió . Después de este congreso, el Consejo Federal procedió a expulsar a los partidarios de este grupo ( Miguel Rubio, Francisco Gago, Pedro José Durán, Manuel Oca, Rafael Moreno, Andrés Barbadilla, José Rachel, Ricardo Arana, José Ponce, Antonio Bonilla ) sobre todo de Andalucía, pero también de Madrid y de Valladolid , lo que provocó reacciones contrarias en Cataluña .
El grupo escindido sostenía tesis anarco-comunistas y su representante más conocido fue Miguel Rubio. Su ámbito de incidencia se situaba sobre todo en el sur de Andalucía (Málaga, Cádiz, Sevilla) y proponía la utilización de los métodos violentos para acelerar la revolución social. Desconfiaban de las tácticas legalistas del Consejo Federal, del grupo catalán y Serrano Oteiza . Sus tesis se vieron fortalecidas por grupos de Arcos y de Jerez que aseguraban seguir los acuerdos del X Congreso General de la AIT de Londres del 14 al 19 de julio de 1881 (prensa clandestina, lucha violenta... ) . Los escindidos, llamados « Los desheredados » y encabezados por Miguel Rubio y Manuel pedrote , celebraron un I Congreso Revolucionario a finales de 1882 , que acordó mantener el extremismo del bienio de 1879-1880 , posteriormente , en 1883, se realizó un II Congreso revolucionario en Sevilla - otras fuentes exponen que estos dos congresos se realizaron el mismo 1884, el primer enero y el segundo en fecha indeterminada .
El III Congreso Revolucionario, el único constatado, ya que publicaron un folleto de la reunión clandestina, se celebró entre el 25 y el 28 de diciembre de 1884 en Cádiz y fue tachado por el Consejo Federal de la FTRE como “Congreso de los Perturbadores”. Asistieron delegados de Cádiz, San Fernando, Puerto Real, Chiclana, Jerez , Trebujena , Lebrija , Las Cabezas, Bornos, Arcos, Ubrique, Grazalema , Algatocín , Setenil , Arriate , Villamartín , Atajate , Sanlúcar, Sevilla, Arahal, Lora del Río , Marchena , Manzanares , la Campana , Huelva, Madrid, Valencia, Xàtiva , Alcoy, Barcelona, Gracia, Sant Martí de Provençals , Sabadell y un miembro de la Comisión Federal . En este congreso se elaboraron estatutos propios que limitaban la autoridad del Consejo Federal, favorecían la libertad de discusión y exigían un mayor compromiso práctico. El grupo disidente contó con un órgano de prensa, La Revolución Social (Sevilla, 1884).
Esta rama escindida entró en rápida decadencia ya que la represión contra la Internacional se centra en este grupo. Sin embargo, en 1885 todavía un manifiesto obrerista lamentaba la ruptura existente entre federados, comunistas y desheredados tal como se observó en el Congreso barcelonés de 1885. La escisión de « Los desheredados » vino a confirmar la frágil unidad de la FTRE y que existía una corriente contraria a los manejos circunstancialitas y favorable a la política insurreccionalista , muy fuerte en Andalucía , para lo cual la FTRE no tenía en consideración la desesperada situación de una parte del proletariado campesino .

sábado, 12 de noviembre de 2016

Crónica de José Martí sobre el proceso y la ejecución de los mártires de Chicago en noviembre de 1887



“Un drama terrible” fue el titular de la crónica sobre los “Mártires de Chicago” que José Martí publicó en diario La Nación de Buenos  del  1º de enero de 1888. De la extensa crónica EL PUEBLO reproduce algunos extractos, precedidos de algunas consideraciones generales.

LAS OCHO HORAS DE TRABAJO
Hay que historiar, brevemente, en el año de 1877 se dieron grandes movilizaciones obreras en Estados Unidos que eran reprimidas a balazos, golpes y prisión.  En 1880 quedó conformada la federación de organizaciones de sindicatos y en 1884 se aprobó una resolución para establecer a partir del primero de mayo de 1886, mediante la Huelga General en todo EEUU, las ocho horas de trabajo.  El 1º de Mayo de 1886 la paralización de los centros de trabajo se generalizó. La huelga paralizó cerca de 12 mil fábricas en los Estados Unidos y se produjeron marchas con miles de obreros en varias ciudades. En Chicago se paró casi completamente la ciudad. Pero algunas empresas (como en la fábrica de materiales de Mc Cormick) contrataron rompe huelgas. El 2 de mayo se realizó un mitin de los obreros despedidos de Mc Cormick para protestar y mientras uno de los trabajadores, Spies, dirigía su discurso a un grupo 7 mil trabajadores unos cuantos centenares fueron a recriminar su actitud a los esquiroles que en ese momento salían de la planta. Rápidamente llegó la policía, cuya acción dejó seis muertos y gran cantidad de heridos.

ANARQUISTAS CONDENADOS A MUERTE
Se sucedieron hechos similares en todo el país y el 5 de mayo la policía detuvo a 8 anarquistas: George Engel, Samuel Fielden, Adolf Fischer, Louis Lingg, Michael Schwab, Albert Parsons, Oscar Neebe y August Spies. Todos eran miembros de una asociación anarcosindicalista. Fueron a un juicio totalmente manipulado, en todos los sentidos, siendo más bien un linchamiento. Se les acusaba de complicidad de asesinato aunque nunca se les pudo probar ninguna participación o relación con el incidente con bomba ya que la mayoría no estuvo presente. No se siguió el procedimiento normal para la elección del jurado. Todos fueron encontrados culpables y sentenciados a muerte, a excepción de Oscar Neebe, condenado a 15 años de prisión.
“Y ya entrada la noche y todo oscuro en el corredor de la cárcel pintada de cal verdosa, por sobre el paso de los guardias con la escopeta al hombro, por sobre el voceo y risas de carceleros y periodistas, mezclado de vez en cuando a un repique de llaves, por sobre el golpeteo incesante del telégrafo que el “Sun” de Nueva York tenía establecido en el mismo corredor… por sobre el silencio que encima de todos esos ruidos se cernía, oíanse los últimos martillazos del carpintero en el cadalso. Al fin del corredor se levantaba el cadalso.
-Oh, las cuerdas son buenas: ya las probó el alcaide.
El verdugo habla, escondido en la garita del fondo, de las cuerdas que sujetan el pestillo de la trampa.
-La trampa está firme, a unos diez pies del suelo… No; los maderos de horca no son nuevos; los han pintado de ocre para que parezcan bien en esta ocasión; porque todo ha de estar decente, muy decente… Sí, la milicia está a mano; y a la cárcel no se dejará acercar a nadie… De veras que Lingg era hermoso…
Risas, tabaco, brandy, humo que ahoga en sus celdas a los reos despiertos. En el aire espeso y húmedo chisporrotean, cocean, bloquean, las luces eléctricas. Inmóvil sobre la baranda de las celdas, mira al cadalso un gato…
Cuando de pronto, una melodiosa voz, llena de fuerza y sentido, la voz de uno de estos hombres a quienes se supone fieras humanas, trémula primero, vibrante en seguida, pura y luego serena, como quien ya se siente libre de polvos y ataduras, resonó en la celda de Engel, que, arrebatado por el éxtasis, recitaba “El tejedor”, de Heinrich Heine, como ofreciendo al cielo el espíritu, con los dos brazos en alto:

“Con los ojos secos, lúgubres, ardientes,
rechinando los dientes,
se sienta en su telar el tejedor;
¡Germania vieja, tu capuz zurcimos!
Tres maldiciones en la tela urdimos;
¡Adelante, adelante el tejedor!
Maldito el falso Dios que implora en vano
en invierno tirano
muerto de hambre el jayán en su obrador;
¡En vano fue la queja y la esperanza!
Al Dios que nos burló, guerra y venganza.
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Maldito el falso Rey del poderoso
cuyo pecho orgulloso
nuestra angustia mortal no conmovió!
¡El último doblón nos arrebata,
y como a perros luego el Rey nos mata!
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Maldito el falso Estado en que florece,
y como yedra crece
vasto y sin tasa el público baldón;
donde la tempestad la flor avienta
y el gusano con podre se sustenta!
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Corre, corre sin miedo, tela mía!
¡Corre bien, noche y día!
Tierra maldita, tierra sin honor,
con mano firme tu capuz zurcimos;
tres veces, tres la maldición urdimos:
¡Adelante, adelante el tejedor!’

Y rompiendo en sollozos, se dejó Engel caer sentado en su litera, hundiendo en las palmas el rostro envejecido. Muda lo había escuchado la cárcel entera, los unos como orando, los presos asomados a los barrotes, estremecidos los periodistas y los carceleros, suspenso el telégrafo, Spies a medio sentar, Parsons de pie en su celda, con los brazos abiertos, como quien va a emprender vuelo.
El alba sorprendió a Engel hablando entre sus guardas, con la palabra voluble del condenado a muerte, sobre lances curiosos de su vida de conspirador; a Spies, fortalecido por el largo sueño; a Fischer, vistiéndose sin prisa las ropas que se quitó al empezar la noche para descansar mejor; a Parsons, cuyos labios se mueven sin cesar, saltando sobre sus vestidos, después de un corto sueño histérico.
-¿Oh, Fischer, cómo puedes estar tan sereno, cuando el alcaide que ha de dar la señal de tu muerte, rojo por no llorar, pasea como una fiera de alcaidía?
-Porque -responde Fischer, clavando una mano sobre el brazo trémulo del guarda y mirándole de lleno en los ojos- creo que mi muerte ayudará a la causa con que me desposé desde que comencé mi vida, y amo más que a mi vida misma, la causa del trabajador; y porque mi sentencia es parcial, ilegal e injusta.
-Pero Engel, ahora que son las 8 de la mañana, cuando ya sólo te faltan dos horas para morir, cuando en la bondad de las caras, en el afecto de los saludos, en los maullidos lóbregos del gato, en el rastreo de las voces, y los pies, estás leyendo que la sangre se te hiela, ¿cómo no tiemblas, Engel?
-¿Temblar porque me han vencido aquéllos a quienes hubiera querido yo vencer? Este mundo no me parece justo; y yo he batallado, y batallado ahora con morir, para crear un mundo justo. ¿Qué me importa que mi muerte sea un asesinato judicial? ¿Cabe en un hombre que ha abrazado una causa tan gloriosa como la nuestra desear vivir cuando puede morir por ella? ¡No, alcaide, no quiero droga; quiero vino de Oporto! -Y uno sobre otro, se bebe tres vasos…
Spies, con las piernas cruzadas, como cuando pintaba para el “Arbeiter Zeitung” el universo dichoso, color de llama y hueso, que sucedería a esta civilización de esbirros y mastines, escribe largas cartas, las lee con calma, las pone lentamente en sus sobres, y una y otra vez deja descansar la pluma para echar al aire, reclinado en su silla, como los estudiantes alemanes, bocanadas y aros de humo.
¡Oh Patria, raíz de la vida, que aun a los que te niegan por el amor más vasto a la Humanidad, acudes y confortas, como aire y como luz por mil medios sutiles! “Sí, alcaide -dice Spies-, beberé un vaso de vino del Rin”.
Fischer, cuando el silencio comenzó a ser angustioso, en aquel instante en que en las ejecuciones como en los banquetes todos los concurrentes callan a la vez como ante solemne aparición, prorrumpió iluminada la faz por venturosa sonrisa, en las estrofas de “La Marsellesa” que cantó con la cara vuelta al cielo…
Parsons, a grandes pasos mide el cuarto…, vuélvese hacia la reja…, gesticula, argumenta, sacude el puño alzado, y la palabra alborotada, al dar contra los labios, se le extingue como en la arena movediza se confunden y perecen las olas.
Llenaba de fuego el sol las celdas de los cuatro reos, cuando el ruido improviso, los pasos rápidos, el cuchicheo ominoso, el alcaide y los carceleros que aparecen a sus rejas, el color de la sangre que sin causa visible enciende la atmósfera, les anuncian lo que oyen sin inmutarse, ¡que es aquélla la hora!
Salen de sus celdas al pasadizo angosto. “¿Bien?”. “¡Bien!”. Se dan la mano, sonríen, crecen: “Vamos”.
El médico les había dado estimulantes. A Spies y a Fischer les trajeron vestidos nuevos; Engel no quiere quitarse sus pantuflas de estambre. Les leen la sentencia a cada uno en su celda; les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero; les echan por sobre la cabeza, como la túnica de los catecúmenos cristianos, una mortaja blanca; abajo, la concurrencia, sentada en hilera de sillas delante del cadalso, ¡como en un teatro!
Ya vienen por el pasadizo de las celdas, a cuyo remate se levanta la horca; delante va el alcaide, lívido; al lado de cada reo marcha un corchete. Spies va a paso grave, desgarradores los ojos azules, hacia atrás el cabello bien peinado, blanco como su misma mortaja, magnífica la frente; Fischer le sigue, robusto y poderoso, enseñándose por el cuello la sangre pujante, realzados por el sudario los fornidos miembros.
Engel anda detrás a la manera de quien va a una casa amiga, sacudiéndose el sayón incómodo con los talones. Parsons, como si no tuviese miedo a morir, fiero, determinado, cierra la procesión a paso vivo. Acaba el corredor, y ponen el pie en la trampa; las cuerdas colgantes, las cabezas erizadas, las cuatro mortajas.
Plegaria es el rostro de Spies; el de Fischer, firmeza; el de Parsons, orgullo rabioso; a Engel, que hace reír con un chiste a su corchete, se le ha hundido la cabeza en la espalda. Les atan las piernas, al uno tras el otro, con una correa. A Spies el primero, a Fischer, a Engel, a Parsons; les echan sobre la cabeza, como el apagavelas sobre las bujías, las cuatro caperuzas.
Y resuena la voz de Spies, mientras está cubriendo la cabeza de sus compañeros, con un acento que a los que le oyen les entra en las carnes; “La voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora”. Fischer dice, mientras el vigilante atiende a Engel: “Este es el momento más feliz de mi vida”.
“¡Hurra por la anarquía!”, dice Engel, que había estado moviendo bajo el sudario las manos amarradas hacia el alcaide. “Hombres y mujeres de mi querida América…”, empieza a decir Parsons… Una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen a la vez en el aire, dando vueltas y chocando.
Parsons ha muerto al caer, gira de prisa, y cesa; Fischer se balancea, retiembla, quiere zafar del nudo el cuello entero, estira y encoge las piernas, muere; Engel se mece en su sayón flotante, le sube y baja el pecho como una marejada, y se ahoga; Spies, en danza espantable, cuelga girando como un saco de muecas, se encorva, se alza de lado, se da en la frente con las rodillas, sube una pierna, extiende las dos, sacude los brazos, tamborilea; y al fin expira, rota la nuca hacia adelante, saludando con la cabeza a los espectadores”.
Epílogo
Los funerales de los que enseguida se empezó a llamar “Mártires de Chicago” se efectuaron el día 12 de noviembre de 1887. El ataúd de Spies iba oculto bajo las coronas; el de Parsons, escoltado por 14 obreros que llevaban una corona simbólica cada uno; el de Fischer, adornado con guirnaldas de lirio y clavelinas; los de Engel y Lingg (junto de nuevo a sus compañeros), envueltos en banderas rojas.
Las viudas y los deudos, de riguroso luto, y encabezando el cortejo un veterano de la guerra civil, con la bandera de los Estados Unidos. 25.000 personas asistieron a las exequias y otras 250.000 flanquearon el recorrido. Durante días las casas obreras de Chicago exhibieron una flor de seda roja clavada a su puerta en señal de duelo.
En 1893, un nuevo gobernador de Illinois, John Atgeld, accedió a que se revisara el proceso. Las diligencias practicadas por el juez Eberhardt entonces establecieron que los ahorcados no habían cometido ningún crimen y que “habían sido víctimas inocentes de un error judicial”.
Schwab, Fielden y Neebe fueron puestos en libertad. La hermana del testigo Waller demostró al juez que todo lo dicho por él era falso y cómo se había comprado su testimonio; se recogieron declaraciones contra el capitán Bonfield, que había manifestado: “Dénme unos tres mil de esos anarquistas y yo sé lo que voy a hacer con ellos”.
Se probó cómo el procurador especial Rice dispuso la integración espúrea del Jurado y otros delitos semejantes. Pero ya era demasiado tarde. Aquellos inocentes, “víctimas de un error judicial”, estaban muertos.
¿Y del Día de los Trabajadores.., del 1° de mayo…, qué fue en los Estados Unidos?
El dirigente Peter J. Mac Guire había propuesto en 1882 en un mitin de la Central Labor Union, de Nueva York, celebrar el primer lunes de septiembre como “Fiesta de los que trabajan”.
Así nació el Labor Day norteamericano, que se celebró el lunes 5 de septiembre de 1882 por primera vez con un desfile, concierto y picnic.
Desde entonces, y más aún luego de los sucesos de Chicago, el sindicalismo oficial de los EE.UU. con apoyo del Gobierno, celebra esa “fiesta” cada primer lunes de septiembre y ayuda con celo inigualable a los patrones para que millones de trabajadores se olviden del real sentido del 1º de mayo, y hasta de la fecha misma.
Pero no podrán borrar sobre su propio territorio, ni sobre toda la faz de la Tierra, la sombra oscilante de los ahorcados de Chicago.