Todo manual de anarquismo comienza con el desglose de
la palabra “anarquía”: «del griego an-arché, que significa ausencia de
gobierno». Ciertamente es así, mas también es cierto que esta definición no
dice mucho, dado que la palabra, por sí sola, es lo suficientemente rica como
para comprender más aún la “anarquía”.
Palabra de origen griego, el prefijo “an” niega a su
raíz. La raíz es “arché”, vocablo que tiene variados matices, dado que puede
traducirse como origen, comienzo, extremo, punta, fundamento,principio, mando, poder, autoridad.
Su uso plural, incluso, puede definirse como potencias celestiales.
Desde esta perspectiva, la “anarquía” no niega,
simplemente, la autoridad, sino la idea de qué ésta se sitúe como el origen de
toda relación social, como su fundamento, que va de extremo a extremo en la
sociedad. Para quienes hayan estudiado filosofía en el colegio, recordarán que
los primeros filósofos, llamados “filósofos de la naturaleza”, discutían en
torno al “arché” como concepto referido al origen del cosmos y elemento que
permite su existencia y orden. Luego, en clases de historia, nos enseñaron la aplicación
de la misma palabra, pero en otro ámbito: el arconte, es decir, el jefe de la
polis griega, el magistrado, el «àrchon ontos», quien sería “el que sostiene el
orden”.
El pensamiento anarquista, que podríamos interpretar
como el ideario de la anarquía, pone en duda el supuesto de que la sustancia
que compone una sociedad sea la jerarquía, instalando la solidaridad como
materia que fluye a través de las relaciones sociales. Gustav Landauer, desde
el sur de Alemania y hace ya un siglo atrás, definió al Estado como una forma
de relación social, un status de la sociedad. Es algo que va
mucho más allá de su presencia física o de su entramado como institución
burocrática. Es un concepto instalado en los individuos que se expresa en el
sencillo hecho de que la autoridad debe mediar todo proyecto o relación social.
Leyes, patentes, permisos y normas de las cuales nadie puede escapar y cuya
formulación y aplicación se realiza desde una esfera separada de la sociedad:
la política.
Este concepto se proyecta en el estado de servidumbre
que se reproduce en nuestras sociedades; estado que, además, entrega las
condiciones necesarias para el desarrollo económico de grandes grupos que,
gracias a la adquisición de propiedades y el manejo de recursos humanos (que es
un modo de referirse a las personas como bienes económicos), acumulan riquezas,
una de las formas más absurdas del poder. Esto, justamente, porque el correlato
de la servidumbre es la costumbre, forma de inercia que se apropia del concepto
de obediencia como si fuera un hecho natural e inevitable.
La sociedad, separada de la política y subyugada a sus
necesidades económicas, es puesta en duda desde la anarquía. Ante la
constatación de una deteriorada condición humana, es que las ideas anarquistas
han dado vueltas una y otra vez buscando el modo de pensar y realizar otro
orden. Por eso sus ideas refieren a un método antes que a un cuerpo ideológico
cerrado: que la sociedad no esté separada de la política; que la economía se
crezca junto al pueblo que trabaja; que la educación desarrolle el sentido de
responsabilidad individual. Es absurdo aspirar a una sociedad habitada por
anarquistas, mas no lo es una sociedad que funcione de modo anárquico. Si
retomamos la etimología de “anarquía”, la raíz que niega, el “arché”, no se
traduce, en ningún caso, como orden. La anarquía no es des-orden.
Para referirse al orden existen otras palabras en griego, como
“kósmos” o “armonía”. Ya hubo pensadores anarquistas como Élisée Reclus que se
definían como armonicistas, señalando que la anarquía es pensar el
orden de otro modo, incluso como su “más alta expresión”.
De un tiempo a esta parte, se ha conocido más
detalladamente el modo en que aconteció el extraño acontecimiento de la
autoridad. Todavía es un misterio, ciertamente. Sin embargo, nuestra América o
diversas regiones asiáticas, según el saber que nos han legado antropólogos,
demuestran que no todas las sociedades evolucionaron hacia la constitución de
un Estado. Esto, en otras palabras, significa que lo que hemos conocido como
autoridad es, más bien, un accidente antes que una condición necesaria para la
sociedad. Según esto, es posible pensar un orden, una cierta armonía, donde la
condición humana no se deteriore física y moralmente, sino que se expanda y
desarrolle conforme lo hacen todos los seres animados y no animados.
Otrora un compañero definió a la anarquía como “el
orden por las asociaciones de la voluntariedad”. Asociación y voluntad, fuerzas
que construirían otro orden. Sin embargo, no podemos negar que éste es el gran
problema: la voluntad, aquel impulso soberano que nos separe de la servidumbre
y nos disponga a asociarnos libremente con otros individuos, grupos y lugares.
Luchar por ello es un riesgo. El primer obstáculo es el miedo a la libertad,
utopía que suele imaginarse en el campo de lo imposible. Pero, ni la
razonamiento más acabado ni el estudio sociológico más elaborado podrían
negarnos el intento de proyectar una vida libre: nadie puede desechar la
posibilidad de la libertad si es que nunca ha vivido dicha experiencia.
La naturaleza humana es la cultura. El orden, nuestra
disposición social, es una construcción cultural. Si volvemos al “arché”,
concepto aplicado originalmente a la naturaleza, no puede ser inmanente e
imperecedero. Muta como toda la naturaleza muta. La anarquía, que dicen que
existió al comienzo de los tiempos, tampoco sería un estadio final. Sería un
tránsito más. La diferencia es que no estancaría a nadie y el desarrollo de la
vida humana podría crecer hasta las infinitas y huidizas fronteras de la
libertad… ¿Cómo serán los días después de la anarquía?
Ulises Verbenas
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