El culebrón de los profesores de religión es como para morirse de risa o de pena -según se mire- y demuestra con toda claridad que Valle Inclán no se equivocó cuando dijo aquello de que éste es un país esperpéntico. Para comenzar, lo primero que llama la atención es el sistema que reina en España para ser profesor de religión: los elige a dedo el obispo de la diócesis. De esta manera ocurre que, mientras que todos los demás profesores de cualquier escuela o instituto han tenido que realizar una carrera y superar unas oposiciones, el de religión entra en el colegio o instituto sin otro aval que el del obispo que lo envía. No termina aquí lo insólito del caso, lo mejor viene ahora: a este profesor no lo paga la Iglesia, como en buena lógica debería ocurrir, sino el Estado; es decir, el contribuyente. Puede muy bien suceder que usted, ciudadano de a pie y contribuyente, sea católico y esté encantado en pagar al profesor que envía el obispo a dar clase; pero también es posible que sea protestante, judío, musulmán, o acaso, decididamente agnóstico o ateo y no lo esté tanto o incluso en modo alguno. No importa: usted paga, el obispo manipula y los políticos siguen alardeando de que este es un país laico.
No termina aquí lo absurdo del caso. El meollo del culebrón viene cuando el obispo en cuestión, porque le place, llega a la arbitrariedad de cambiar a un profesor de religión por otro. Otro más dúctil y maleable, se sobreentiende. Se verá mucho mejor si ponemos un ejemplo. Helo aquí:
Imaginemos por un instante uno de estos profesores. En nuestro caso, dado que estamos en la época de los feminismos, va a ser una profesora. ¿Le ponemos un nombre? ¿Le gusta al lector el nombre de María del Mar? Ya está. María del Mar es una chica joven -menos de treinta años-, simpática, que frecuenta la parroquia, y habla y escucha a todo el mundo. Es relativamente culta -incluso se ha atrevido a leer, un poco a hurtadillas, el “Cándido” de Voltaire y la novelita “San Manuel bueno y mártir” de Unamuno- y viste con decoro y decencia. Nada de mini faldas ni blusas con el ombligo al aire. Ha ayudado al párroco en su labor de catequesis y conoce al obispo desde la época en que todavía no era obispo, así como a la mayor parte de la camarilla que lo rodea. Es, -al obispo no le cabe la menor duda-, la persona ideal para ocupar el puesto de profesora de religión. El primer año transcurre como la seda. El obispo la felicita. En el instituto, ese primer año conoce a otro profesor -el de matemáticas- con quien comienza a intimidar. Paseos al atardecer cogidos de la mano, besos en la soledad de un parque. Un día el profesor de matemáticas consigue llevarla a su estudio. Ven libros, oyen música, beben una copita y después otra. El final es que terminan en la cama. La experiencia le ha resultado agradable. Se impone la repetición y ya no hay final de semana que no visite el estudio del matemático. Sus amores son tan discretos que en el instituto casi nadie sabe que él y ella son novios; sin embargo, el obispo, que tiene ojos y oídos por todas partes, sí que lo sabe. Muy pronto, a través del párroco y otros fieles servidores, comienza una campaña de acoso que al final, con el beneplácito de la Iglesia, termina en boda. A los seis meses nace el primer niño, año y medio después viene el segundo. Todo perfecto. Pero al instituto llega una profesora de literatura que al matemático lo deja deslumbrado. Muy pronto se da cuenta de que para él es más agradable hablar de Lorca y de Machado que del milagro del pan y de los peces o del sermón de la montaña. El cuarto curso de Mar en el instituto coincide con su divorcio. Inmediatamente queda invalidada por el arzobispo para la enseñanza y, sin esperar siquiera a las vacaciones, a mitad de curso es reemplazada por otro profesor, ahora hombre, al que el Estado le paga con la misma obediencia con que antes le pagaba a Mar. De la noche a la mañana Mar se ha quedado sin trabajo y con dos hijos a las espaldas. De nada le han valido demandas ni súplicas. Mientras tanto, el obispo de nuestro cuento sigue repartiendo bendiciones y el matemático -tan divorciado como ella- con sus binomios, hipotenusas y catetos.
Sólo es un ejemplo entre cientos.
Lo más impresionante en esta sucesión de arbitrariedades e injusticias es la argumentación de los políticos. Todos se escudan en el mismo tópico: el concordato. Uno no puede evadir la inevitable pregunta: ¿tan inamovible es el concordato que puede pisotear los más elementales principios de nuestra Constitución y los derechos del hombre?
II.
“Decíamos ayer…” Fue la frase que, dicen, pronunció Fray Luís de León cuando, después de haber permanecido cinco años en las mazmorras de la Inquisición, volvió a su cátedra de Salamanca. La Inquisición -o la santa Inquisición, como dicen los beatos-, ese gran invento de la Iglesia Católica para evitar, mediante la tortura y el fuego, toda disidencia, no sólo atacó a judíos, moriscos y luteranos, sino que también se cebó en los suyos, como fue el caso de Fray Luis.
Yo también decía ayer que me parece escandalosamente abusivo que con el dinero del contribuyente, sea católico o no lo sea, se paguen las clases de religión. Si en mi alegato de ayer contemplaba el problema proyectando toda mi atención sobre el profesor, hoy lo voy a hacer deteniéndome sobre todo en la víctima: el niño que tiene que sufrir esas clases.
No estará mal precisar al lector que, al decir víctima, hablo por mi propia experiencia: yo sufrí esas clases que, hablaban de pecados, demonios, infiernos, purgatorios, cielos y limbos, y llenaron mis días -y sobre todo mis noches- de desasosiegos y pesadillas. Las viví hasta que, llegado a la edad adulta, logré sacudirme todo ese lastre clerical. El niño no tiene capacidad para distinguir la verdad irrefutable -por ejemplo: la Tierra da vueltas alrededor del Sol-, de la pura entelequia que no tiene más soporte que la fe. El niño se traga el rollo del cura o la beata y termina traumatizado ante la posibilidad de que a él le pueda caer alguno de esos atroces castigos. Jamás se le ocurrirá pedirle al cura o a la beata el documento notarial y fehaciente que demuestre la existencia de tales lugares de tormento.
Entonces eran inevitables aquellas clases de religión.
http://republica-granada-ucar.blogspot.com/2010/09/usted-los-paga-y-el-obispo-los-manipula.html
No termina aquí lo absurdo del caso. El meollo del culebrón viene cuando el obispo en cuestión, porque le place, llega a la arbitrariedad de cambiar a un profesor de religión por otro. Otro más dúctil y maleable, se sobreentiende. Se verá mucho mejor si ponemos un ejemplo. Helo aquí:
Imaginemos por un instante uno de estos profesores. En nuestro caso, dado que estamos en la época de los feminismos, va a ser una profesora. ¿Le ponemos un nombre? ¿Le gusta al lector el nombre de María del Mar? Ya está. María del Mar es una chica joven -menos de treinta años-, simpática, que frecuenta la parroquia, y habla y escucha a todo el mundo. Es relativamente culta -incluso se ha atrevido a leer, un poco a hurtadillas, el “Cándido” de Voltaire y la novelita “San Manuel bueno y mártir” de Unamuno- y viste con decoro y decencia. Nada de mini faldas ni blusas con el ombligo al aire. Ha ayudado al párroco en su labor de catequesis y conoce al obispo desde la época en que todavía no era obispo, así como a la mayor parte de la camarilla que lo rodea. Es, -al obispo no le cabe la menor duda-, la persona ideal para ocupar el puesto de profesora de religión. El primer año transcurre como la seda. El obispo la felicita. En el instituto, ese primer año conoce a otro profesor -el de matemáticas- con quien comienza a intimidar. Paseos al atardecer cogidos de la mano, besos en la soledad de un parque. Un día el profesor de matemáticas consigue llevarla a su estudio. Ven libros, oyen música, beben una copita y después otra. El final es que terminan en la cama. La experiencia le ha resultado agradable. Se impone la repetición y ya no hay final de semana que no visite el estudio del matemático. Sus amores son tan discretos que en el instituto casi nadie sabe que él y ella son novios; sin embargo, el obispo, que tiene ojos y oídos por todas partes, sí que lo sabe. Muy pronto, a través del párroco y otros fieles servidores, comienza una campaña de acoso que al final, con el beneplácito de la Iglesia, termina en boda. A los seis meses nace el primer niño, año y medio después viene el segundo. Todo perfecto. Pero al instituto llega una profesora de literatura que al matemático lo deja deslumbrado. Muy pronto se da cuenta de que para él es más agradable hablar de Lorca y de Machado que del milagro del pan y de los peces o del sermón de la montaña. El cuarto curso de Mar en el instituto coincide con su divorcio. Inmediatamente queda invalidada por el arzobispo para la enseñanza y, sin esperar siquiera a las vacaciones, a mitad de curso es reemplazada por otro profesor, ahora hombre, al que el Estado le paga con la misma obediencia con que antes le pagaba a Mar. De la noche a la mañana Mar se ha quedado sin trabajo y con dos hijos a las espaldas. De nada le han valido demandas ni súplicas. Mientras tanto, el obispo de nuestro cuento sigue repartiendo bendiciones y el matemático -tan divorciado como ella- con sus binomios, hipotenusas y catetos.
Sólo es un ejemplo entre cientos.
Lo más impresionante en esta sucesión de arbitrariedades e injusticias es la argumentación de los políticos. Todos se escudan en el mismo tópico: el concordato. Uno no puede evadir la inevitable pregunta: ¿tan inamovible es el concordato que puede pisotear los más elementales principios de nuestra Constitución y los derechos del hombre?
II.
“Decíamos ayer…” Fue la frase que, dicen, pronunció Fray Luís de León cuando, después de haber permanecido cinco años en las mazmorras de la Inquisición, volvió a su cátedra de Salamanca. La Inquisición -o la santa Inquisición, como dicen los beatos-, ese gran invento de la Iglesia Católica para evitar, mediante la tortura y el fuego, toda disidencia, no sólo atacó a judíos, moriscos y luteranos, sino que también se cebó en los suyos, como fue el caso de Fray Luis.
Yo también decía ayer que me parece escandalosamente abusivo que con el dinero del contribuyente, sea católico o no lo sea, se paguen las clases de religión. Si en mi alegato de ayer contemplaba el problema proyectando toda mi atención sobre el profesor, hoy lo voy a hacer deteniéndome sobre todo en la víctima: el niño que tiene que sufrir esas clases.
No estará mal precisar al lector que, al decir víctima, hablo por mi propia experiencia: yo sufrí esas clases que, hablaban de pecados, demonios, infiernos, purgatorios, cielos y limbos, y llenaron mis días -y sobre todo mis noches- de desasosiegos y pesadillas. Las viví hasta que, llegado a la edad adulta, logré sacudirme todo ese lastre clerical. El niño no tiene capacidad para distinguir la verdad irrefutable -por ejemplo: la Tierra da vueltas alrededor del Sol-, de la pura entelequia que no tiene más soporte que la fe. El niño se traga el rollo del cura o la beata y termina traumatizado ante la posibilidad de que a él le pueda caer alguno de esos atroces castigos. Jamás se le ocurrirá pedirle al cura o a la beata el documento notarial y fehaciente que demuestre la existencia de tales lugares de tormento.
Entonces eran inevitables aquellas clases de religión.
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