Julián Casanova
4 Nov 2006
El 4 de noviembre de 1936, hoy hace setenta años, cuatro
dirigentes de la CNT entraron en el nuevo Gobierno de la República en guerra
presidido por el socialista Francisco Largo Caballero. Era un "hecho
trascendental", como afirmaba ese mismo día Solidaridad Obrera, el principal órgano de
expresión de la CNT, porque los anarquistas nunca habían confiado en los
poderes de la acción gubernamental y porque era la primera vez que eso ocurría
en la historia mundial. Anarquistas en el Gobierno de una nación: un hecho
trascendental e irrepetible.
Pocos hombres ilustres del anarquismo español se negaron entonces a dar ese
paso y las resistencias de la "base", de esa base sindical a la que
siempre se supone revolucionaria frente a los dirigentes reformistas, fueron
también mínimas. El verano, sangriento pero mítico verano revolucionario de
1936, ya había pasado. Anarquistas radicales y sindicalistas moderados, que se
habían enfrentado y escindido en los primeros años republicanos, estaban ahora
juntos, esforzándose por obtener los apoyos necesarios para poner en marcha sus
nuevas convicciones políticas. Se trataba de no dejar los mecanismos del poder
político y armado en manos de las restantes organizaciones políticas, una vez
que quedó claro que lo que sucedía en España era una guerra y no una fiesta revolucionaria.
El Comité Nacional de la CNT
eligió los cuatro nombres destinados a tan sublime misión: Federica Montseny,
Juan García Oliver, Joan Peiró y Juan López. En esos cuatro dirigentes estaban
representados de forma equilibrada los dos principales sectores que habían
pugnado por la supremacía en el anarcosindicalismo durante los años
republicanos: los sindicalistas y la FAI. Joan Peiró y Juan López, ministros de
Industria y Comercio, quedaban como indiscutibles figuras de aquellos
sindicatos de oposición que, tras ser expulsados de la CNT en 1933, habían
vuelto de nuevo al redil poco antes de la sublevación militar. Juan García
Oliver, nuevo ministro de Justicia, era el símbolo del "hombre de
acción", de la "gimnasia revolucionaria", de la estrategia
insurreccional contra la República, que había ascendido como la espuma desde
las jornadas revolucionarias de julio en Barcelona. A Federica Montseny,
ministra de Sanidad, la fama le venía de familia -hija de Federico Urales y
Soledad Gustavo- y de su pluma, que había afilado durante la República para
atacar, desde el anarquismo más intransigente, a todos los traidores
reformistas. Ella iba a ser además la primera mujer ministra en la historia de
España.
Del paso de la CNT por el
Gobierno quedaron escasas huellas. Entraron en noviembre de 1936 y se fueron en
mayo de 1937. Poco pudieron hacer en seis meses. Se ha recordado mucho más lo
que significó la participación de cuatro anarquistas en un Gobierno que su
actividad legislativa. Como la revolución y la guerra se perdieron, nunca
pudieron aquellos ministros pasear su dignidad por la historia. Y como no podía
ser menos, a semejante acto de ruptura con la tradición antipolítica se le
achacaron todas las desgracias. Para la memoria colectiva del movimiento libertario,
derrotado y en el exilio, de aquella traición, de aquel error sólo podían
derivarse funestas consecuencias. Toda la literatura anarquista posterior,
cuando se enfrentó a ese tema, dejó el análisis a un lado para descargar la
retahíla de reproches éticos harto conocidos. A un lado quedaba la revolución,
vigorosa, soberana; al otro, su destrucción, hecha realidad por la ofensiva que
desde el poder se emprendió contra las milicias, los comités revolucionarios y
las colectivizaciones, las tres solemnes manifestaciones del cambio
revolucionario.
Se menospreció así, en ese
ajuste de cuentas con el pasado, lo que de necesario y positivo hubo en aquel
giro extraordinario. Necesario, porque la revolución y la guerra, que los
anarquistas no habían provocado, obligaron a articular una solución que,
evidentemente, debía alejarse de las doctrinas y actitu-des que históricamente
les habían identificado. Positivo, porque esa defensa de la responsabilidad y
de la disciplina, que convirtió precisamente la participación en el Gobierno en
uno de sus símbolos, mejoró la situación en la retaguardia, evitó bastantes más
derramamientos inútiles de sangre de los que hubo y contribuyó a mitigar la
resistencia que la otra estrategia disponible, la maximalista y de enfrentamiento
radical con las instituciones republicanas, había alimentado.
Es evidente que un análisis de
este tipo, que separa al historiador del juicio de autenticidad sobre la pureza
doctrinal de aquellos protagonistas, lleva a considerar otras facetas
olvidadas. Como la de que fuera un "anarquista de acción" como García
Oliver quien consolidara los tribunales populares o creara los campos de
trabajo, en vez del tiro en la nuca, para los "presos fascistas". O
que a un sindicalista de toda la vida como Joan Peiró le correspondiera regular
las intervenciones e incautaciones de las industrias de guerra. O que una
mujer, en fin, escalara a la cúspide del poder político, un espacio negado
tradicionalmente a las mujeres y que Franco volvería a negar durante décadas,
desde donde pudo emprender una política sanitaria de medicina preventiva, de
control de las enfermedades venéreas, una de las plagas de la época, y de
reforma eugenésica del aborto que, pese a quedarse en una mera iniciativa,
avanzó algunos debates todavía presentes en nuestra sociedad actual.
Acabada la guerra, las
cárceles, las ejecuciones y el exilio metieron al anarquismo en un túnel del
que no volvería a salir. En la memoria de los anarquistas, y en la literatura y
en el cine, se agrandó la figura de Buenaventura Durruti, con su pasado
novelesco y sus hazañas de héroe, y quedaron en la oscuridad, por el contrario,
otras figuras como la de Joan Peiró, un obrero que dedicó su vida a fabricar
bombillas, organizar sindicatos y ajustar el anarquismo al reloj de la
historia. Denunció antes que nadie, y por escrito, desde agosto de 1936, la
violencia revolucionaria de destrucción del contrario. Cuando, después de los
sucesos de mayo de 1937, Manuel Azaña encargó a Juan Negrín la formación de un
nuevo Gobierno sin la CNT, Peiró acusó a los comunistas de haber provocado la
crisis y denunció la represión desencadenada contra el POUM. Con la ocupación
de Cataluña por el ejército de Franco, huyó a Francia, donde le detuvo la
Gestapo en noviembre de 1940; entregado a las autoridades franquistas, fue
ejecutado el 24 de julio de 1942.
El anarquismo arrastró tras su
bandera roja y negra a sectores populares diversos y muy amplios. Arraigó con
fuerza en sitios tan dispares como la Cataluña industrial, en donde además,
hasta la Guerra Civil, nunca había podido abrirse paso el socialismo
organizado, y la Andalucía campesina. Muchos de sus militantes participaron
durante décadas en una frenética actividad cultural y educativa. Pero en ese
recorrido siempre le acompañó la violencia. Su leyenda de honradez, sacrificio
y combate fue cultivada durante décadas por sus seguidores. Sus enemigos, a
derecha e izquierda, siempre resaltaron la afición de los anarquistas a arrojar
la bomba y empuñar el revolver. Son, sin duda, imágenes exageradas a las que
tampoco hemos escapado los historiadores, que tan a menudo nos alimentamos de
esas fuentes, apologéticas e injuriosas, sin medias tintas. Una prueba más de
las múltiples caras de lo que ahora llaman muchos, en singular, memoria
histórica.
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