Arturo se casó con
Julia el mismo día que fue fusilado por el régimen de Franco. Alfonso y
Josefina se suicidaron abrazados antes de ser detenidos en el año 40. Victoria
llamaba a su marido en su lecho de muerte tras más de 30 años sin verlo.
Arturo Lodeiro fue fusilado el
mismo día de su boda. De hecho, nunca llegó a ver a Julia Muñoz como esposa. Se
casó en articulo mortis. El 27 de abril de 1940, tras 10 meses encarcelado por
estar afiliado a la CNT, Arturo contrajo matrimonio con el que había sido el
amor de su vida, Julia. Ambos tenían una niña de dos meses. Apenas unas horas
después, a la edad de 35 años, fue ejecutado. ¿Delito? “No consta”, según
señala el certificado de Instituciones Penitenciarias que da fe de su entrega
al piquete de ejecución. “¡Lo mataron sin saber por qué! Es mi deber moral que
esta historia se conozca”, cuenta indignada Julia Mota, 68 años después de la
ejecución de su abuelo.
En su última carta, horas antes
de ser fusilado, Arturo daba cuenta a Julia de su última voluntad. “Adorada
esposa: En este momento realizo mi voluntad por lo cual puedo llamarte al final
de mi vida, esposa mía, y a mi niña, hija verdadera. A pesar de que los
momentos no son de los más agradables, al menos me cabe la alegría de haber
cumplido contigo como Dios manda. Ya, querida nenita, puedes llamarme esposo, y
cuando hables a nuestra Julina de mí, le digas que su papaíto la quería mucho
por ser hija tuya y por quererte como jamás quise. Tú, Julia mía, procúrate una
relativa y sana felicidad. No le des a mi nena un padre que sea malo”, escribe
Arturo.
Julia encontró otro hombre y
cumplió la voluntad de su marido de darle a su hijo un padre que no sea “malo”.
A lo largo de 60 años, la viuda guardó cada una de las cartas que Arturo le
escribió en diminutos papeles de tabaco de liar que le entregaba cosidos en los
pantalones como si de diamantes se tratara. Algunas eran de amor, otras
trataban la realidad de la cárcel y otras, regañaban a Julia. “Nena, te tengo
dicho que no me mandes comida. Sé que tú no tienes y no puedo tolerar que tú
pases hambre. No vuelvas a hacerlo”, insiste Arturo a Julia.
"No le eduques en la
venganza hazle saber que tiene que querer", escribe Arturo
Sin embargo, gran parte de las
diminutos mensajes de Arturo a su mujer iban dirigidos a la educación de la
pequeña recién nacida. “No le eduques en la venganza hazle saber la necesidad
que tiene de querer”, escribe el hombre, cerrajero de profesión, quien insistió
vehemente en que Julia no guardara rencor a nadie por su ejecucción: “Ya sabes
que no quiero rencores, acepta esto con la mayor resignación y considéralo como
lo que es, un error".
Julia, su nieta, se crió
escuchando a su abuela recordar la bondad de Arturo. “Cuando le preguntaban a
mi abuela por él resumía su carácter con una anécdota. Un día de invierno
Arturo llegó a casa sin chaqueta y cuando mi abuela le preguntó que dónde
estaba el abrigo él respondió que se lo había dado a uno que tenía más frío que
él”, recuerda Julia, quien describe a su abuelo como un “hombre de ímpetu,
idealista y soñador”. Su abuela, Julia, no pudo siquiera recoger el cuerpo para
darle entierro. A los días de su muerte, el cadáver fue entregado a los padres
de Arturo, que desconocían que se había casado en prisión, para que fuera
enterrado en el panteón familiar. “En su tumba está escrito que murió el 10 de
mayo ocultando el fatal desenlace que tuvo mi abuelo”, señala Julia.
“Mi único objetivo cuando
difundo esta historia es que todo el mundo conozca lo que sucedió en España
durante esos años. Que la guerra no fue de igual a igual. Que los dos bandos no
son iguales. De pequeña pensaba que era una loca por como me sentía al pensar
en mi abuelo. Después encontré a más gente en esta lucha, unidos por una misma
causa y, aunque sean malos tiempos para la memoria, es mi deber que esta
historia se conozca”, concluye la nieta de Arturo Lodeiro y Julia Muñoz.
Cazados en el bosque
Josefina Álvarez y Alfonso
Vázquez vivieron y murieron juntos. Se conocieron una tarde de primavera en un
acto de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU) en el concejo de Lena
(Asturias) en los tiempos de la República. Desde entonces, hasta los primeros
días del año 40 no se separaron ni un segundo. Perseguidos desde la conquista
de Asturias por parte del bando franquista en octubre de 1937 por la afiliación
política de Alfonso al Partido Comunista y su papel en la revolución de octubre
de 1934, acorralados y sin salida, esta pareja decidió morir unida antes que
entregarse a las autoridades franquistas.
“Estuvieron dos años y pico
huidos por las montañas de la provincia. De casa en casa y de lugar en lugar.
En invierno se refugiaban en una casa de unos amigos muy cercana a Pola. Hasta
que los cazaron. Si se entregaban los obligarían a denunciar a sus amigos y
después serían asesinados. Así que decidieron poner fin a su historia de otra
manera”, recuerda Germán Mayora, historiador y autor del libro Cazados, que recrea
la vida de esta pareja.
Esta pareja decidió suicidarse
antes de ser atrapada por los falangistas La “otra manera” con la que Alfonso y
Josefina decidieron poner punto y final a su vida es digna de cualquier
tragedia shakesperiana. Abrazados en una solitaria casa en lo alto de la
montaña, rodeados por sus cazadores que disparaban dentro de la casa, Alfonso y
Josefina se rociaron con petróleo, se despidieron y con una pistola Astra,
típica de la milicia republicana, se dispararon. Josefina en el corazón y
Alfonso en la boca. Tal cual estaban, ya muertos, cayeron juntos en la hoguera
donde ardieron hasta la llegada de sus cazadores, que veían como su presa se
diluía.
Antes, Alfonso y Josefina
tuvieron que soportar la muerte del padre del hombre y la tortura pública de su
hermana, raptada, rapada al cero y humillada ante todo el pueblo para que
delatara el escondite de su hermano. “Él le dijo a Josefina que lo dejara solo,
que se podía salvar. Pero ella nunca accedió. Desde la revolución del 34 hasta
las elecciones del 36, Alfonso ya tuvo que estar escondido y estuvo solo. Ella
no quería volver a pasar por eso. Prefirió firmar su muerte junto a la del
hombre que amaba”, concluye Mayora.
Exiliado en Rusia
Ángel Herraiz y Victoria Pradal
se conocieron en un conocido parque de Almería donde llevaban a jugar a sus
hermanos menores al principio de la República. Tímidos, en el parque cruzaban
pocas palabras. Hasta que llegó el día del baile de máscaras donde aprovechando
la capacidad de desinhibición que otorga tener el rostro oculto comenzaron a
charlar y arrancó una larga historia de amor que duró hasta el último suspiro
de vida de Victoria cuando en su lecho de muerte llamaba a Ángel a pesar de
llevar más de 30 años separados por una dictadura que parecía no terminar
nunca.
Afiliado al Partido Comunista y
miembro del comité ejecutivo del Frente Popular en Almería, Ángel se enroló en
las milicias republicanas para participar en la Guerra Civil a partir de 1937.
A comienzos del 39, la guerra ya estaba perdida. Las tropas franquistas
llegaban desde Málaga a Almería y no había forma humana de defender la ciudad,
por lo que Ángel debió huir. Junto con su cuñado, el joven partió en coche con
destino Alicante, último bastión republicano. Aunque antes, pasó por su casa a
despedirse de su mujer y sus dos hijos de muy corta edad.
Ángel y Victoria se despidieron
en 1939 y jamás se volvieron a ver
“Mi madre siempre recuerda la
cara de Ángel cuando bajó aquellas escaleras. Tenía la cara blanca, muy blanca.
Como de un muerto”, recuerda Gemma Pradal, sobrina-nieta de Victoria. Ángel
intuía que aquella vez, aquél invierno del 39 sería casi con toda seguridad la
última vez que viera a su esposa e hijos. Ahora debía huir. Camino de Alicante,
Ángel y su cuñado decidieron cambiar de planes y comprar una pequeña barca para
marchar al norte de África. Desde ahí, Ángel, completamente solo, inició el
viaje de su vida y se exilió en Rusia.
Nada más supo la familia de él,
hasta que el hermano de Victoria, Gabriel Pradal, viajó hasta México para formar
las Cortes republicanas en el exilio. Allí conoció una delegación de Rusia que
conocía a Ángel. Había batallado en la II Guerra Mundial y había estado a punto
de morir. De hecho, los médicos lo dieron por muerto. Una enfermera, Nina, lo
cuidó en su tiempo libre desoyendo los consejos de los médicos y consiguió
salvarle la vida.
Recuperado el rastro de su
familia, Ángel envió varios regalos y cartas hasta Almería. “Pasaban por París,
después por Madrid y después Almería. Era muy importante que nadie descubriera
la procedencia de los paquetes que llegaban”, señala Gemma, quien recuerda el
regalo más bonito que envió Ángel desde Rusia. “Un día llegó un paquete
especial. Cerraron todas todas las puertas, ventanas, persianas, todo. Toda la
familia unida se reunió en la última habitación de la casa. Con una luz pequeña
Victoria abrió el paquete. Era un broche de topacios con la forma de un
girasol. Desde aquél día siempre lo llevó puesto. Fueron inseparables”,
recuerda Gemma.
Victoria nunca más volvió a ver
a su marido y nunca más volvió a enamorarse. Vivió enamorada de Ángel a pesar
de la distancia. “Mi tía abuela jamás miró a un hombre, ni permitió ninguno se
insinuara. Ni siquiera una mirada más de lo normal. Su marido se fue y para
ella dejaron de existir los hombres”, relata Gemma, que recuerda los últimos
momentos de vida de Victoria cuando agonizando llamaba a Ángel: “Pensé que
llamaba a su hijo Ángel y le dije que estaba al lado que si lo llamaba y
ella me dijo: 'No es a ese Ángel al que llamo'”.
Su marido murió tiempo después.
En Rusia, su país de adopción. Allí había hecho carrera como traductor de las
obras de Máximo Gorki, conocido literato identificado con el movimiento
soviético revolucionario. A su funeral asistió su hijo Ángel, quien pudo
conocerlo justo un año antes de su muerte.
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