Ya sabemos que no
somos clase media. Nunca lo fuimos.
Durante años nos
hicieron creer que todos éramos clase media. Es cierto que vivíamos mucho mejor
que nuestros padres y no digamos que nuestros abuelos, es cierto que vivíamos
instalados en cierta prosperidad (aunque jamás alcanzo a todos), pero el
aumento del consumo funcionó como un cebo que hizo creer a prácticamente todo
el mundo que tenían control sobre sus vidas, característica de la clase media.
Casi parecía no existir la clase trabajadora. Convencer a la gente que
pertenece a la deseada clase media tiene el objetivo de enmascarar sus
verdaderos intereses para que así puedan apoyar políticas que, en realidad, les
perjudican; al perder la conciencia del lugar social al que se pertenece se
reduce o se hace desaparecer el antagonismo de clase y así, los trabajadores
más acomodados, en lugar de sentirse explotados por los poderosos se sienten
amenazados por los que aun son más pobres que ellos. Se trata de enmascarar en
lo posible las diferencias sociales, la desigualdad, sus causas y
consecuencias. Si uno no sabe dónde está mal puede entender nada.
Todo ese espejismo se ha sostenido en las últimas décadas sobre la ficción
del precio de la vivienda, que hacía pensar a las familias que tener una casa,
aunque fuera hipotecada, era tener un bien que subía de precio al día siguiente
de comprarlo y que no dejaría de subir indefinidamente. El estallido de la
burbuja estalló también esa ilusión, entre otras cosas porque la inmensa
mayoría de las personas no estaban comprando un piso sino adquiriendo una deuda
impagable, aunque ellos no lo supieran. La supuesta propiedad de la vivienda y
sus precios inflados enmascaraban en todo caso la realidad, incluso en el momento
más alto del boom las estadísticas eran persistentes: además del paro, el 60%
de los salarios nunca superaron los mil euros o menos. El alto precio de la
vivienda sólo beneficiaba, en realidad, a quienes, por tener otros bienes u
otras viviendas, podían utilizar ésta como valor de cambio, para especular,
pero no a quienes tenían que utilizarla para vivir y, peor aún, para quienes
contraían deudas estratosféricas en relación con su salario real. El fin de la
burbuja ha puesto de manifiesto la realidad y todos sabemos lo que ha ocurrido.
Ya sabemos que no somos clase media. Nunca lo fuimos. Pertenecen a la clase
media aquellas personas que pueden mantenerse con sus propias rentas, aunque
sean pequeñas; aquellas que no dependen absolutamente de un único salario para
poder vivir, aquellas que en caso de quedarse sin trabajo pueden razonablemente
esperar encontrar otro sin que su nivel de vida se vea alterado. Es decir, sí,
pertenecen a la clase medias aquellas personas que tienen control sobre sus
vidas. Todas aquellas otras personas, la inmensa mayoría, cuya única fuente de
ingresos es el salario, sea este bajo, muy bajo o normal, están vendidas.
Esta crisis ha demostrado lo fácil que es que cualquiera que dependa de un
salario (y no digamos ya si además tiene una deuda con el banco) se deslicen,
por quedarse sin aquel o por ver recortado su sueldo, no ya hacia la clase
trabajadora, de la que nunca han salido, sino directamente a la pobreza. Aunque
la familia sigue siendo el gran colchón social, si una persona depende sólo de
un salario que da únicamente para vivir, su vida no le pertenece enteramente ya
que ésta puede ser convertida como acabamos de ver, en una condena. Pueden
bajar los salarios hasta el límite de la subsistencia o más abajo, pueden
acabar con cualquier protección social, pueden despedirnos y dejarnos en la
miseria, pueden precarizarnos, pueden convertir la vejez o la enfermedad en un
infierno, pueden aterrarnos, someternos, explotarnos, pueden hacer que
trabajemos gratis o a cambio de comida…
Pueden hacer esto y hacerlo, además, de un día para otro. En eso consiste
la lucha de clases, en eso ha consistido siempre y en eso estamos. En que
quienes no tenemos más que nuestro trabajo para vivir podamos tener control
sobre nuestras vidas, que no puedan apropiarse otros de ellas, que no seamos
cuerpos biológicos cuyo único valor es el productivo. En resumen: esto se llama
capitalismo, somos la clase trabajadora convertida en masa laboral y la
solución es simple y compleja y se conoce hace mucho: hay que combatir el
capitalismo porque es injusto, es inhumano y porque va a acabar con todo.
(*) Beatriz Gimeno es escritora y expresidenta de la FELGT (Federación
Española de Lesbianas, Gays y Transexuales).
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