Vano empeño es el de los fascistas
españoles que se esfuerzan por ahogar el clamor de los trabajadores hambrientos
Pretenden dar la sensación que en nuestro país vive la clase laboriosa con la
misma holgura económica que los productores de cualquier otro país de Europa.
Pese a la dictadura que sufre el pueblo,
a la censura que emplean las autoridades del régimen siempre escapa algún mensaje,
personal o escrito, que nos informa de la trágica situación que están
pasando los trabajadores españoles,
sobre todo los campesinos andaluces.
Lo que vamos a narrar es fiel reflejo de
la miseria general que sufre toda España, pero más concretamente en un
pueblecito andaluz, cuyo nombre silenciamos para evitar que los secuaces del
fascismo reinante puedan sospechar o coger la pista de nuestro informador. Este pueblecito, como todos los demás, está
sometido al hambre, y a la tiranía impuesta por el régimen. Los trabajadores,
faltos de ocupación, pasan un periodo de terrible necesidad. Su desespero les
hace pensar en que nunca va a tener fin tan dura época.
Los
burgueses, propietarios de las tierras, junto con el cura, el jefe de la
guardia civil y algunos remunerados falangistas, hacen bloque para regodearse
con el sufrimiento de los desheredados de la fortuna.
En los meses de invierno cuando escasea
el trabajo, y la penuria se cierne sobre los hogares humildes.
A unos cinco kilómetros del pueblo existe
un bosque de encinas. Antes que dejarse morir de hambre, Se decidió Ignacio,
unos de los mejores trabajadores de dicho lugar, a ir a coger bellotas para
venderlas y comprar algún pan a su numerosa prole. Para ello, saltó de la cama
a buena hora; vistiéndose sin hacer ruido, para no despertar a los niños que,
tranquilos e inocentes, dormían.
Salió con bastante sigilo de la casa. Ni
a su mujer le dijo lo que pensaba hacer. Hacía frío, se metió la gorra hasta
cubrir las orejas; se levantó el cuello de la raída pelliza que cubría su
cuerpo, y apretó el paso. Tenía ansias de llegar al bosque antes de que
empezaran a moverse los guardas y ganaderos, única manera de lograr su
propósito.
Llegado, fue al sitio de destino: echo
una mirada a su alrededor para cerciorarse de que nadie le había visto. Deslío
el saco que llevaba en la cintura, y empezó a llenarlo de bellotas.
Trabajaba de forma precipitada,
nervioso, ¡hasta con la vista quería llenar el saco! En salir airoso de tan
amargo transe, consistía el pan de sus hijos. Todos los más leves ruidos le
espantaban. El crujir de alguna ramita seca que se desprendía del árbol, el
aleteo de cualquier avecilla, le hacía estremecerse. Sobreponiéndose, dominando
sus nervios, continuaba llenando el saco, afanándose por terminar pronto.
Empezó a despejarse el nuevo día. El sol,
queriendo salir, hacía brillar con sus reflejos la copa de los árboles. El
ganado que estaba en montanera se rebullía, salía de las camas para correr por
el inmenso bosque Los pájaros se desentumecían volando de un sitio a otro,
cazando algún insecto.
Cuando la naturaleza en pleno daba señales de
vida, sintió Ignacio un ruido brusco de pisadas de animal. Sin tener tiempo
para ocultarse, se le echo encima un guarda que, subido en un brioso caballo,
daba la vuelta a la extensa propiedad,
quien, encañonándole con la tercerola, le obligo a darse preso.
Este guardián de derecho de propiedad,
como casi todos los que ejercen semejante profesión, es insensible al dolor y a
la necesidad de los trabajadores, Anteponía su fidelidad al patrón, por encima
de todo sentimiento humano, Así que de nada le sirvió al pobre
"bellotero" rogarle para que lo dejase en libertad, que sus hijos le
esperaban hambriento en el pueblo.
Con el saco medio lleno al hombro, fue
conducido Ignacio al cuartel de la guardia civil. Estos lo recibieron con
cierto regocijo. Tenían ganas de saciar su perversidad con alguna víctima,
máxime si esta estaba fichada por sus actividades contra el régimen o por haber
estado en "zona roja" combatiendo el fascismo, durante toda la
guerra, como nuestro amigo Ignacio.
El tratamiento que le aplicaron fue de
lo más duro que imaginarse pueda, tanto de palabra como de hecho, cosa que es
habitual en estos defensores del Estado Español.
Las palizas, los golpes recibidos en las
partes más sensibles del organismo, le han hecho vomitar sangre varias veces al
desdichado obrero. No contentos ni satisfechos con tal criminal proceder, le
hicieron, estando en estado de inconsciencia, firmar un tremendo atestado, para
después pasarlo a la cárcel.
Los burgueses, el párroco del pueblo, el
jefe de la "Benemérita" y algunos falangistas y lacayos del régimen
imperante, comentan con satisfacción la detención de este
"insubordinado", así como la lección de escarmiento que ha recibido
por parte de los sicarios civilones.
Mientras tanto, las inocentes criaturas
de Ignacio andan por las calles llenos de Harapos, de frío y de hambre. La
mujer, con el más pequeño en los brazos, demacrada y digna, se esfuerza
resignadamente, por recoger algo para ayudar al preso.
He ahí una estampa de las muchas que
diariamente pueden verse dentro del drama trágico que representa para los
trabajadores honestos el vivir en la España católica y franquista.
Espoir (Toulouse)- 1964
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