En algún momento de principios del siglo XX, en el
barrio neoyorkino de Little Italy, un joven Vito Corleone, de origen Vito
Andolini, acude a un teatro musical con su amigo, que será su socio y consigliere,
Genco Abbandando. Genco quiere enseñarle a Vito a una actriz de la que se ha
enamorado. Cuando ella sale al escenario y ambos la están admirando, un hombre
se levanta algunas filas más adelante y Genco, cabreado, le insulta y le
conmina a que se quite. Cuando el hombre se vuelve, Genco se da cuenta de que
es don Fanucci, el mafioso del barrio, y le pide perdón humildemente. Vito le
pregunta quién es ese tipo y Genco, por toda respuesta, contesta: la Mano
Negra.
Ésta es la referencia a
este concepto que está más mano del común de los mortales de hoy en día (al
menos del común cinéfilo) sobre la Mano Negra. Pero es bastante más que una
organización mafiosa. En España, de hecho, tuvo otro significado, aunque sin
perder los elementos de secretismo y clandestinidad. Hoy quiero hablaros de esa
Mano Negra y del sonadísimo proceso judicial de que fue objeto, proceso en el
que se dictaron ocho condenas a muerte.
Estamos en el último
cuarto del siglo XIX. En Andalucía. Un lugar con extensas zonas rurales a las
que la mano policial y gubernamental llega malamente, a pesar de que hace ya
algunos años que el entonces jefe de gobierno Ramón María Narváez ha impulsado
la creación, precisamente, de la Guardia Civil para cambiar eso. En la zona de
influencia de la villa gaditana de Arcos de la Frontera se han producido
diversos hechos que han culminado con la muerte de algunas personas. Sin
embargo, las autoridades se encuentran con la sorpresa de que, al interrogar a
los parientes y deudos de las víctimas, estos niegan la existencia de
agresiones o asesinatos, y refieren extrañas, a menudo incoherentes, historias
de accidentes laborales y otras desgracias fatales. Las autoridades se
empeñarán en investigar estos hechos, y acabarán por encontrar un caso; todo un
caso.
Pero vayamos por partes.
Hablemos un poco, antes, de anarquismo.
En el congreso obrero de
La Haya, celebrado en 1872, el marxismo de Marx y Engels se separó
definitivamente, y de momento para siempre, del anarquismo que, con sus
diversos matices, fue desarrollado por autores como Proudhon, Bakunin o
Kropotkin. Asimismo, el anarquismo pronto se distinguió entre lo que se
denomina anarquismo individualista y anarquismo comunista. Ambas ideologías propugnan
la eliminación de la propiedad privada, pero mientras una la acepta para los
bienes de consumo, la otra va al copo y exige la total colectivización de todo
y defiende ideas como el egalitarismo, es decir que en una unidad de
producción, por ejemplo una empresa, todo el mundo gane exactamente lo mismo.
La primera revolución de
izquierdas de la Historia de España es La Gloriosa de 1868, madre de una
Constitución, la de 1869, que es quizá la más bella de todas las constituciones
hechas en España. Esta revolución levantó ciertas ilusiones entre los grupos
obreristas, pero lo cierto es que tras la reacción conservadora que se produjo
en toda Europa tras la revuelta de la Comuna en París, la Internacional obrera
fue ilegalizada en España. Aun así, los grupos anarquistas sobrevivieron de
forma semiclandestina. El final del sueño republicano tras la entrada de Pavía
en el Congreso y la saguntada provocó una persecución cerril
por parte del nuevo régimen restaurador en la persona de los anarquistas, los
cuales, como reacción lógica, se radicalizaron, abrazando el anarquismo
comunista y la metodología de la acción directa, que fácil y rápidamente deriva
en el simple y puro terrorismo. Será un anarquista italiano con nombre de
entrenador del Jerez CF, Angiolillo, quien mate a Cánovas, el gran
representante de ese régimen represor.
A partir de 1881, el
régimen de la Restauración abre un poco la mano, y es el momento en el que se
produce el enfrentamiento entre los dos grandes focos, y las dos grandes
sensibilidades, del anarquismo español. Porque anarquistas los había en muchos
lugares, pero sus principales viveros eran el campo andaluz (del sur de
Andalucía sobre todo, ya que el norte, Jaén sobre todo, siempre ha sido de una
orientación más marxista) y las industrias catalanas. En ambos casos hablamos
de obreros y jornaleros que trabajaban por salarios de miseria, pero las
miserias eran distintas, porque los catalanes, con un nivel de vida un poco
mejor y con unos patronos algo más dialogantes que los terratenientes, tenían
aspiraciones a ser legales y poder, por lo tanto, negociar, con dureza, pero
negociar. El anarquismo andaluz, consciente de que la negociación es poco menos
que imposible, es en aquellos tiempos, sin embargo, un anarquismo de
enfrentamiento y acción directa; como lo acabará siendo también el catalán,
pero más tarde.
Mientras el anarquismo
catalán ambiciona la creación de una confederación del trabajo (cosa que hará
en la segunda década del siglo XX), el anarquismo andaluz deriva hacia otro
modelo: el modelo de sociedades secretas, pequeñas células de juramentados,
dedicados al atentado personal, el secuestro de terratenientes y el incendio de
cosechas como método de presión. La Mano Negra.
Allá por 1883, y como
respuesta a estos atentados, las fuerzas económicas del sur andaluz, sobre todo
las gaditanas y jerezanas, deciden actuar contra estos grupúsculos, y montan la
investigación de esos presuntos crímenes, comandada por el sargento Oliver.
El salto cualitativo en
las investigaciones lo dio un comandante de la Benemérita, llamado Pérez
Monforte según mis noticias, el cual encuentra un día un cuadernillo de notas
manuscrito. Este cuadernillo, cuyo contenido y origen son hoy aún discutidos,
se tomó por parte de los investigadores como ejemplar de la sociedad secreta la
Mano Negra, es decir como prueba fehaciente de la existencia de esta sociedad
secreta o, diríamos hoy, célula terrorista de legales.
El inicio del documento
es una prueba más de literatura anarquista, no exenta de interesante carga
lírica: «Cuando existe en la tierra para el bienestar de los hombres ha sido
creado por la actividad fecunda de los trabajadores; la absurda y criminal
organización social hace que aquéllos produzcan mientras que los ricos se
quedan el fruto de su esfuerzo; debe mantenerse un odio profundo hacia todos
los partidos políticos; es ilegítima cualquier propiedad adquirida con el
trabajo ajeno, aunque sólo sea por la renta y el interés; y sólo es realmente
legítima la lograda por el trabajo personal y directo».
Según dichos estatutos,
la Mano Negra trabajaba mediante un denominado Tribunal Popular, que era el que
decidía las acciones a tomar. Revelar la existencia de la Mano Negra estaba
prohibido y el castigo por hacerlo, en una dicotomía la verdad un poco radical,
podía ser «suspensión temporal o muerte violenta». Los miembros de la sociedad
secreta estaban obligados a seguir sus vidas y mantener sus oficios,
percibirían una especie de sueldo pero nunca podrían comentar con nadie su
cuantía e ingresaban en la organización, como en las bandas y en las mafias,
mediante la realización de «un servicio», más que probable eufemismo de acción
terrorista. El objetivo de la Mano Negra era, literalmente, «castigar los
crímenes de los burgueses por todos los medios a su alcance, bien a través del
fuego, el hierro, el veneno o mediante cualquiera otra manera». En otro punto,
los estatutos recuerdan que «es deber de los miembros enseñar a sus hijos y en
general a todos los trabajadores a tener odio a los ricos y a todo el que
quiera dominarlos o pretenda vivir a costa del trabajo de los demás».
El descubrimiento de los
Estatutos de la Mano Negra fue un hecho de gran importancia, porque puso en
manos de los representantes políticos y sociales de la zona la prueba
irrefutable de que el gobierno Sagasta tenía que usar la mano dura contra la
mano negra. En muy pocas semanas, Sagasta cumplió con lo que se esperaba de él.
Nombró un juez especial e incluso habilitó un edificio concreto, el convento de
Santa Catalina en Cádiz, como cárcel para los detenidos. Se tomaron medidas
legales y administrativas, entre ellas el reforzamiento de los efectivos de la
Guardia Civil en la zona y el desplazamiento del general Polavieja a la
provincia. En apenas unas semanas, centenares de jornaleros fueron detenidos y
encarcelados, acusados de ser miembros de la Mano Negra. Llegaron a ser más de
mil. La verdad es que bastaba la sospecha de un terrateniente para que alguien
fuese trincado.
Para entonces, el asunto
de la Mano Negra había alcanzado el estatus de asunto de interés nacional.
Entre mayo de 1883 y septiembre de 1884 se celebraron la friolera de 74 juicios
distintos, en los que fueron condenados más de 100 imputados, doce de los
cuales lo fueron a muerte.
De toda esta miríada de
asuntos destacan cuatro como los grandes juicios de la Mano Negra. Se trata de
los asesinatos de Fernando Olivera, Antonio Vázquez, Bartolomé Gago y el
matrimonio formado por Juan Núñez y María Labrador.
Olivera fue atacado por
dos individuos, Cristóbal Durán y Jaime Domínguez, el 11 de agosto de 1882.
Falleció dos días después de una peritonitis que se le presentó por las
agresiones.
Por su parte, el
matrimonio Núñez-Labrador fue bárbaramente asesinado el 3 de diciembre de 1882
en su granja de Trebujena. Por el asesinato fueron detenidos Juan Galán,
Francisco Moyuelo y Andrés Morejón.
Al día siguiente, en el
cortijo de la Parrilla, una partida formada por Cristóbal Fernández Torrejón,
Gregorio Sánchez Novoa, Manuel Gago, José León Ortega, Gonzalo Benítez, Antonio
Valero, Salvador Moreno Piñero, Rafael Giménez y Roque Vázquez asesinan a
Bartolomé Gago, más conocido como «Blanco de Benaocaz», y entierran su cadáver.
El 4 de enero de 1883,
es Antonio Vázquez quien muere en el ferrado de su propiedad en Grazalema, a
puñaladas de Francisco Prieto, Diego Maestre, José Doblado y Antonio Roldán.
A estos crímenes, para
los que hubo detenidos y posteriormente condenados, habría que añadir el crimen
de Bornos, donde es asesinado el labrador Antonio Heredia y heridos de
consideración su mujer Herminia Santaolalla y su hijo; el asesinato en su
domicilio de Grazalema de Juan Calvente Ríos; el de Rufino Giménez Antolín en
el Puerto de Santa María; la muerte a golpes de azadón de Román Benítez Gil en
Ribera de Gondomar; y el asesinato de Miguel García Biedma en el cortijo de
Bernala. Todos estos crímenes quedaron sin resolver, por no poder averiguarse
sus autores.
Los asesinos de Olivera
fueron condenados a cadena perpetua y a 17 años de reclusión, con lo que su
condena fue algo más leve. Sin embargo, los tres asesinos del ventero Antonio
Vázquez fueron condenados a muerte. Asimismo, en el juicio relativo al
matrimonio asesinado Juan Galán, que fue considerado autor de las dos muertes,
también fue condenado a la pena capital.
Pero el superproceso por
excelencia, sin lugar a dudas, es el del Blanco de Benaocaz. Es en este juicio
en el que se produce el récord, verdaderamente difícil de igualar, de ocho
penas de muerte en un solo fallo.
En el juicio hubo 16
imputados y se escuchó el testimonio de 48 testigos. Estos testigos, sin
embargo, no sirvieron para fijar la autoría del crimen. En realidad, ésta se
estableció procesalmente porque los propios imputados quisieron. El anarquismo
ibérico, en tanto que ideología rabiosamente individualista, ponía mucho el
acento en la asunción de responsabilidades. Manuel Gago, uno de los imputados,
confesó su participación casi fríamente. Confesó que había recibido la orden de
matar al Blanco, que para colmo era su primo. Eso, sin embargo, no le supuso
problema porque, declaró ante el juez, si le hubieran ordenado matar a su padre
lo mismo lo habría hecho.
El motivo del crimen no
fue que el asesinado fuese un explotador. Era un antiguo miembro de la
organización que se había apartado de la misma. Francisco y Pedro Corbacho,
Manuel y Bartolomé Gago, Cristóbal Fernández Torrejón, José León Ortega,
Gregorio Sánchez Novoa y Juan Ruiz fueron condenados a la pena de muerte por
asesinato con los agravantes de nocturnidad, premeditación, alevosía,
despoblado y cuadrilla. Por su parte Roque Vázquez, Gonzalo Benítez, Salvador
Moreno Piñero, Rafael Giménez Becerra, Agustín Martínez, Antonio Valero y
Cayetano Cruz fueron condenados a 17 años y 4 meses de reclusión. José
Fernández Barrios fue condenado sólo por responsabilidad civil, sin cárcel.
Tras la apelación al
Supremo, fallida, las ejecuciones se verificaron el 14 de junio de 1884, con el
mismo garrote vil que había segado la nuca del cura Merino. Participaron tres
verdugos, los de Madrid, Burgos y Albacete, percibiendo su soldada más una onza
de oro por ejecutado. Sólo hubo siete ejecuciones porque José León Ortega fue
eximido de la pena por haberse vuelto loco en la cárcel.
La Mano Negra murió con
el último de aquellos ajusticiados. Muchos de sus miembros fueron desterrados a
las colonias, aunque algunos volverían con cuentagotas años después, cuando sus
procesos se revisaron. Pero lo que no murió fue el anarquismo rural andaluz. A
principios de la última década del siglo, el bakuninista madrileño Félix
Grávalo se desplazó a Cádiz para captar adeptos y, bajo su organización, se
volvieron a levantar células ácratas. Suya fue la inspiración para la acción
del 8 de enero de 1892, cuando varios cientos de jornaleros intentaron tomar el
pueblo gaditano de La Caulina para crear en él un cantón anarquista. En los
gravísimos incidentes que siguieron fueron asesinadas dos personas, el viajante
José Soto y el escribiente Antonio Palomino, al parecer porque los alzados
encontraron que tenían las manos demasiado suaves para ser trabajadores. Por
estos actos fueron enviados al garrote José Fernández Lamela, Manuel Silva
Leal, Antonio Zarzuela Pérez y Manuel Fernández Reina; y a cadena perpetua
Félix Grávalo, Manuel Calvo Caro, Antonio González Macías y José Romero Lamas.
A partir de ahí el
anarquismo deriva hacia el anarcosindicalismo, y comienza a utilizar la huelga
como elemento de presión. Pero la violencia sigue ahí, como bien demuestran, ya
en la República, los hechos de Casas Viejas.
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