Al comienzo de los
tiempos, el Cosmos estaba infinitamente caliente: polvo, estrellas, oleajes de
gravedad y explosiones animaban el cielo iluminado, aún carente de oscuridad.
Durante ese primer período, las fusiones nucleares cocinaron nuevos elementos:
las compactas partículas de hidrógeno y helio dieron paso a otras partículas
más complejas, como el hierro, el calcio o el carbono. Sin embargo, poco a
poco, aquel calor primordial se fue diluyendo, deteniendo ese acelerado proceso
de expansión. La eclosión se detuvo. La energía cósmica se distribuyó entre las
luces y la oscuridad. Pese a esto, la expansión, mediante choques que
cohesionan los elementos, continuó empujando la muralla del infinito, como si
se tratara del fruto de aquella diminuta eclosión cósmica.
En dicho entramado de
expansión estamos nosotros, instalados en una determinada posición en relación
al centro del Cosmos, aún caliente y demasiado violento para nuestra vida, y a
los confines del espacio, fríos y oscuros. Este lugar nuestro es una zona vital
dentro del espacio sideral, donde es posible este extraño acontecimiento que
constituye nuestra existencia.
Lejos de los primeros
colapsos estelares, el cielo se nos hace inconmensurable, pese a que antes fue
más pequeño que la punta de un alfiler. El espacio, así, se llena de formas
que, de un modo u otro, representan ese instante primero del cual todo procede,
como si fueran difusos reflejos de una misma luz. Es ese trazo que va desde el
microcosmos al macrocosmos, donde la semilla se asemeja a un universo en
expansión, avanzando desde lo infinitamente diminuto hacia lo infinitamente
inmenso de una flor, que luego muere para alimentar la tierra donde todo vuelve
a vivir, en un infinito proceso de reproducción. Toda la historia cósmica se haya,
quizás, en la vida de una planta. El Universo, carente de propósitos,
lentamente muere. Su energía alimentará, quién sabe, a otros Universos por
nacer.
Perdidos entre
infinitos, nos hayamos lejos de la verdad, del conocimiento absoluto. Allí
reside la idea anarquista, grito que enuncia que nunca nadie dirá la última
palabra. Manuel Gonzáles Prada, viejo anarquista del Perú, canta en su poema Los
átomos: «Lo pequeño, lo invisible, tiene acaso la palabra del supremo
enigma: quizá los átomos saben lo que los hombres ignoran». El mismo Mijaíl
Bakunin articuló sus ideas como un modo de construcción del conocimiento y de
situarse uno mismo en sus capacidades y límites. En Dios y el Estado,
lo explica según elmovimiento progresivo que parte en el mundo
inorgánico y avanza hacia el mundo orgánico o vegetal, luego animal y,
posteriormente, humano: «de la materia química o del ser químico a la materia
viva o al ser vivo, y del ser vivo al ser pensante». ¿Cabría pensar que hay
otros estadios más allá de lo humano, del ser pensante? ¿Podemos imaginar hacia
dónde va este movimiento progresivo, reconocimiento que no somos el
punto más avanzando del Universo? Así como no sabremos nunca la verdad del
átomo, situada en ese pequeño infinito, ni tampoco conoceremos las verdades que
conforman la esfera del inmenso infinito que constituye el cielo. Solo sabemos
que nos hayamos aquí y que no nuestro fundamento no está en el cielo, que no
proceden nuestras verdades de una idea divina y que no emana la vida desde un
dios creador. «El universo es eterno», escribe Bakunin, «pero siendo eterno no
ha sido creado y no hubo nunca un dios creador». Y Rafael Barret, observando al
cometa Halley, concluyó: «No: el cielo no se ocupa de la tierra; somos nosotros
los que nos ocupamos del cielo.»
Desde lo inorgánico, la
anarquía hunde sus raíces en la madre común que nos hace a todos hermanos, en
tanto todas y todos estamos compuestos por la misma materia. En el entramado
del infinito, la anarquía es una posibilidad, cuyo fundamento es la armonía. Y
la anarquía, precisamente, es una idea que nace en el sistema solar: Bakunin,
según anota en sus Consideraciones filosóficas, suponía que el
sistema solar estaba en armonía con el resto Universo, ya que
«si esa armonía no existiese, sería necesario establecerla o
perecería todo nuestro sistema».
De tal forma, ante el
deterioro social y los peligros que corre la humanidad de perecer, la anarquía
pone en cuestión la dominación y la servidumbre. Autoridad y sumisión reflejan
desorden: los elementos que conforman a la comunidad están separados (política
y sociedad, específicamente), disueltos en un caótico líquido de depresión,
trabajo y apatía. El Estado, representante de la división, va más allá de la
institución: él supone que toda relación social debe ser mediada por la
autoridad. Esto, en otros términos, significa que el concepto de jerarquía y
dominio se introduce en nuestras vidas para sostener su reproducción en todos
los ámbitos de la vida, tanto privada como social. No obstante, en cuanto nos
encontramos entre múltiples infinitos, el estado de servidumbre no puede ser la
única fórmula para una sociedad como la nuestra. «La tierra es inagotable»,
divagaba Bakunin, «por restringido que sea, en relación al universo, nuestro
globo es aún un mundo infinito». La dominación y la servidumbre, en este
sentido, es una de las tantas formas que una sociedad puede tomar – la
sociedad, en tanto es anterior a la humanidad, puede funcionar de infinitas
formas: abejas y hormigas representan muy bien lo qué es una sociedad en
armonía, en tanto sus arcaicas estructuras no perecen por sí solas.
Ese movimiento
progresivo que se inicia en lo inorgánico no puede constituir un
determinismo histórico: ni siquiera las órbitas de los astros están condenados
a la misma eclíptica; a cada instante están mudando sus distancias. Uno podría
imaginar una sociedad anarquista en este mismo instante, o proyectar una idea
de ella en 300 o 500 años más. Incluso, quién sabe, está ocurriendo en otros
mundos, o ya ha ocurrido miles de veces. Por eso las ideas anarquistas se
sustentan en la práctica, en tanto su posibilidad siempre es un acto presente.
Es, por decirlo de otro modo, una dinámica: el lógos de la anarquía es el
movimiento.
Esto explica la cercanía
de las ideas anarquistas con el desarrollo del lenguaje: periódicos, libros,
cantos, carteles, poesías, discursos, diálogos, foros, por nombrar algunas
dimensiones de la palabra, han florecido en su seno, y no dejan de hacerlo. La
palabra, ese infinito mundo que nació de los sonidos más sencillos del habla,
nos hacen humanos y arman puentes que bien pueden unirnos como separarnos.
Esto, sin duda, constituyó una de las primeras tareas de la propaganda
anarquista, siglos atrás: reconocer que el analfabetismo era la cuna de la
explotación y que la multiplicación de periódicos y lecturas comunitarias podía
combatir las distancias sociales. Nada, en todo caso, muy lejos de nuestra
sociedad, cuya división no sólo se encuentra en lo económico, sino también en
el manejo de palabras que cada estamento utiliza cotidianamente.
Sin embargo, la palabra
misma está sujeta a los movimientos progresivos que definen al
Cosmos, inmersa en el entramado de lo mutable. ¿Hacia dónde va nuestro
lenguaje? Herbert Read presagiaba el advenimiento del hombre
electrónico, fruto de la crecimiento tecnológico sin restricciones y
expuesto a un devenir social que día a día crea instrumentos de
autodestrucción, que bien podría olvidarse de leer. Aun así, la palabra sigue
siendo el vínculo de la revelación y de la acción de las cosas. Trabaja con la
imaginación, que es otro universo infinito, inventando utopías y dando sentido
a nuestros pasos. La cultura libertaria, que existe y vive en nuestro
inagotable planeta, enuncia la palabra anarquía en todos los aspectos de
nuestra vida: amor, política, amistad, economía se proyectan desde la
posibilidad de una vida libre y alegre, sin amos ni detentores del saber, sin,
ni siquiera, medir el tiempo como lo sugieren los calendarios religiosos.
Pero nos queda una
pregunta: aquel grito que enunció la palabra anarquía, ¿está aún en sus
primeros años de expansión y enriquecimiento? ¿En qué momento se encuentra el
sonido de aquellas voces respecto a lo que Élisée Reclus definió como la música
de las cosas?
Diego Mellado
Publicado en Cultura Libertaria núm.1
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