11 Enero 1933: Ocurrió en Casas Viejas
La choza ardió.
Antes de comenzar el fuego ya habían muerto dentro el anciano Seisdedos y su
hijo Perico. El incendio acabó con la vida de otras cuatro personas: Paco Cruz
(también hijo de Seisdedos), Manuela Franco, Manuel Quijada y Jerónimo Silva;
antes habían ametrallado a Manuela Lago, de 17 años, y Francisco García, de 18.
Serían las tres de la madrugada. El pueblo enmudeció de nuevo. Los guardias
pasaron por la fonda y comieron y bebieron. La masacre se saldó con 21 muertos
entre asesinados y quemados vivos. Con la "izquierda" pactaron la Ley
del Silencio. Incluso al pueblo le quitaron su nombre para que nadie pudiese
recordar. Casas Viejas pasó a llamarse Benalup. El presidente del gobierno era
Manuel Azaña. El ministro de la Gobernación, Casares Quiroga
La masacre se saldó con 21 muertos entre asesinados y quemados vivos. Con
la "izquierda" pactaron la Ley del Silencio. Incluso al pueblo le
quitaron su nombre para que nadie pudiese recordar. Casas Viejas pasó a
llamarse Benalup. El presidente del gobierno era Manuel Azaña. El ministro de la Gobernación, Casares Quiroga
"Fuerza aquí: guardias civiles, 25; de Asalto, 12. No se necesita más
fuerza. El pueblo tranquilo, salvo la casa indicada, en la que no se sabe
cuántos puede haber, siguiendo cercada".
Fernández Artal envió un telefonema con ese mensaje a Cádiz, al gobernador
civil, la noche del 11 de enero de 1933. Tenía controlada la situación en Casas
Viejas. Por la mañana, los anarquistas habían asaltado el cuartel de la Guardia
Civil y habían herido mortalmente a dos guardias (murieron después) pero la
llegada al pueblo de un grupo de agentes (que mataron a un vecino) y luego la
de Artal con más hombres había dispersado a los revoltosos.
Artal comenzó por la tarde a buscar a los atacantes del cuartel y dio con
uno, con Manuel Quijada. Con una gran paliza, consiguió que señalase a otros y
el hombre lo condujo entonces hasta la choza de los Seisdedos. Cuando llegaron,
Quijada, que iba esposado y maltrecho, se escapó y entró en la choza. Se fueron
tras él dos guardias de asalto, entraron en la casa y desde dentro, Perico
Seisdedos disparó y mató a un agente. El cadáver quedó dentro de la choza. El
segundo guardia reculó, se parapetó en la corraleta y se quedó allí, entre dos
fuegos. Artal creyó que éste estaba muerto y al otro lo dio por desaparecido.
Así comenzó el asedio a la choza de Seisdedos.
Artal pidió a los de dentro de la choza que se entregasen pero le
respondieron con disparos: habían acordado no rendirse. Entonces anocheció y el
teniente envió ese telefonema en el que pedía granadas pero no refuerzos y más
tarde decidió esperar a que amaneciese para continuar con el ataque. Antes supo
que el agente que daba por muerto estaba vivo.
El pueblo estaba pues tranquilo, la situación controlada, la revuelta
dominada. Artal se hallaba en la fonda del pueblo, descansando.
Fue entonces cuando llegó a Casas Viejas el capitán Rojas. Traigo órdenes
de cargarme a todo el que coja, le dijo Rojas a su amigo Artal cuando éste lo
puso al tanto de la situación. Mira, Manolo, eso no se puede hacer y no se
hace, replicó el teniente. Ahí empezó la bronca. A ti te toca obedecer, zanjó
Rojas, que tomó el mando, desautorizó a Artal y ordenó atacar la choza.
Los guardias ametrallaron la choza pero no conseguían tomarla. A los de
dentro los ayudaban varios vecinos que, ocultos en las chumberas, disparaban contra
los guardias. Rojas decidió entonces incendiar la casa. Envolvieron piedras con
algodones impregnados de gasolina, les pegaron fuego y los arrojaron sobre el
tejado de paja. La choza empezó a arder. Entonces salieron una joven y un niño:
María Silva, La Libertaria, y Manuel García, de 13 años. Echaron a correr y
escaparon. No disparéis, que es un niño, dijeron algunos guardias al ver a
Manuel; corra, corra, le dijo al niño Fidel Madras, el guardia que aún
permanecía guarecido junto a la choza. Al poco salieron otras dos personas:
Manuela Lago, de 17 años, y Francisco García, de 18. Pero esta vez sonó la
ametralladora y ambos cayeron al suelo muertos.
A cargo de esa ametralladora estaba el teniente Artal. Cuando se dio cuenta
de que había matado a una mujer y a un joven, se puso a gritar y a reprocharle
a Rojas que no le hubiese avisado de que no eran hombres armados quienes
abandonaban la choza. Rojas le recordó de nuevo quién tenía allí el mando y
Artal se tragó su ira.
La choza ardió. Antes de comenzar el fuego ya habían muerto dentro el
anciano Seisdedos y su hijo Perico. El incendio acabó con la vida de otras
cuatro personas: Paco Cruz (también hijo de Seisdedos), Manuela Franco, Manuel
Quijada y Jerónimo Silva.
Serían las tres de la madrugada. El pueblo enmudeció de nuevo. Se quedó
como cuando horas antes llegó Artal. La mayor parte de los vecinos que aún no
habían huido al monte lo hicieron entonces. Sólo unos pocos se quedaron en sus
casas, con las mujeres, los ancianos y los niños. Los guardias pasaron por la
fonda y comieron y bebieron. A la salida del sol, Rojas ordenó registrar casas
y detener a cuanto hombre fuese hallado en ellas. Una patrulla vio a uno
asomado tras una puerta. Era el anciano Barberán. Los guardias se cuidaban
ahora de entrar en una casa. Le gritaron que saliese. Dejadme, que yo no soy de
ideas, contestó. Una bala atravesó la puerta y le partió el corazón.
Así fueron detenidos catorce vecinos de Casas Viejas y, al poco, doce de
ellos cayeron asesinados en la corraleta de la choza de Seisdedos, junto a los
escombros humeantes. Dos se salvaron porque los dejó escapar el guardia civil
Juan Gutiérrez cuando cayó en la cuenta de lo que iba a ocurrirles. Artal contó
luego que ni la Guardia Civil ni nadie señalaba las casas registradas, que las
patrullas entraban en todas las que encontraban al paso. Si había hombres, los
detenían. A quien se cogió, se le fusiló, precisó el teniente. También le dijo
Artal al juez que si hubiese sospechado que los detenidos iban a ser fusilados,
no hubiese detenido a nadie aunque perdiese la carrera por ello.
Los fusilamientos le parecieron poco escarmiento al capitán Rojas. Le
entregó un mechero a Artal y le ordenó que pegase fuego a las casas y chozas de
la parte alta del pueblo. Artal se negó. Acabamos de registrarlas y allí sólo
quedan mujeres y niños, objetó. Rojas insistió en que las quemase. Entonces
Artal pidió ayuda al delegado del gobernador, que andaba por allí, y entre los
dos evitaron la catástrofe. Convencieron a Rojas y éste acabó por revocar la
orden.
Artal y Rojas se fueron aquella mañana de Casas Viejas. La noche anterior,
cuando Artal decidió esperar al día siguiente para atacar la choza de
Seisdedos, los Sucesos sumaban cuatro muertos (tres guardias y un vecino del
pueblo). Horas después, tras tomar el mando Rojas, había 21 fallecidos más.
Artal pasó más de un mes sumido en un caos, según él mismo relató, agobiado
por los remordimientos. El 3 de marzo acabó por revelar los fusilamientos en
una declaración formal en la Dirección General de Seguridad. Hasta entonces
silenció oficialmente lo que había hecho su amigo Rojas, tal como éste le
pidió, y sólo se lo fue contando a algunos compañeros de la Guardia de Asalto
que se sacudían ese crimen molesto en cuanto se quedaban a solas con la obligación
de denunciarlo.
A Artal y a Rojas los unía una buena amistad. Pero cuando Rojas se enteró
de que su amigo había contado la verdad, reaccionó diciendo que en Casas Viejas
se había comportado como un cobarde, que tuvo que reprenderlo allí varias
veces. Artal reaccionó a su vez proporcionándole al juez instructor más
detalles sobre lo sucedido. Hasta le habló de la frialdad con la que Rojas
disparó su pistola contra los detenidos esposados y ordenó a sus hombres que
hiciesen fuego.
Luego todo cambió. Un año después, en el primer juicio a Rojas, Artal no
respaldó la insostenible versión de su amigo, pero tergiversó hechos en su
ayuda y pintó un cuadro de peligros que buscaba justificar una respuesta
violenta. Por ejemplo, contó que cuando él llegó con sus hombres a Casas
Viejas, se detuvo a la entrada del pueblo, hizo un disparo al aire y le
contestaron con fuego cerrado. Era mentira. Un año antes había relatado que al
llegar con 12 guardias de asalto y 6 guardias civiles se topó con un pueblo en
silencio. Un silencio tan grande, dijo, que nada que no fuese ver la carretera
cortada daba idea de lo que sucedía. Disparó al aire, sí, y le respondieron con
disparos; pero también al aire; y con un silbato: eran los guardias civiles que
llegaron antes que él. No hubo, pues, fuego cerrado enemigo sino una entrada
sin combate en una población enmudecida.
En el juicio, en la Audiencia de Cádiz, Artal contó que ante la resistencia
que después encontró en la choza de Seisdedos, pidió al gobernador civil que le
enviase refuerzos. Era mentira. Envió un mensaje a Cádiz. Pero decía que no
necesitaba más hombres.
Dispuesto a auxiliar a su amigo, Artal no mencionó en el juicio el episodio
de la orden de pegar fuego al pueblo y llegó a negar algo que él y hasta el
propio Rojas habían desvelado: que tras matar a diez de los detenidos, el
capitán agarró a otros dos, los empujó a la corraleta repleta de hombres
cosidos a balazos, y disparó de nuevo.
El caso es que Artal descargó su conciencia en 1933. Pero un año después y
en 1935, en los juicios a Rojas, le echó un cable a su amigo en la Audiencia de
Cádiz.
Rojas quedó libre en marzo de 1936 y al poco comenzó la guerra, que puso a
los dos amigos en zonas distintas. Los periódicos madrileños contaron en agosto
que el "tristemente célebre" capitán Rojas estaba con los rebeldes en
Granada. Artal Madrid. Desapareció.
Andalucía Casas Viejas, El
Grito Del Sur 1996 Cnt Ait Fai
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