“Recurrir al miedo” es un texto basado en una entrevista a
Noam Chomsky por ‘El Espectador’. En ésta, el reconocido filósofo, lingüista y
activista estadounidense ha explicado cómo podemos construir un futuro decente.
El miedo juega un papel muy
importante en el mundo de hoy y, en gran parte, ello se debe al “impacto de 30
años de políticas neoliberales” que ha llevado al “empobrecimiento de la gran
mayoría de la población, mientras que la riqueza se ha concentrado de forma
impresionante en un pequeño grupo y la democracia ha decaído”, se lamenta Chomsky en la entrevista.
El recurso del miedo, empleado por los sistemas
de poder para disciplinar a sus poblaciones ha dejado un horrible rastro de
sangre derramada y dolor que, a nuestra costa, ignoramos. La
historia reciente ofrece muchos ejemplos estremecedores.
A mediados del siglo veinte
se presenciaron crímenes, tal vez los más terribles desde las invasiones
mongólicas. Los más salvajes se cometieron donde la civilización occidental
alcanzó su mayor esplendor. Alemania era el centro rector de las ciencias, las
artes y la literatura, y otros logros memorables. Previamente a la Primera
Guerra Mundial, antes de que la histeria antigermánica se avivase en el Oeste,
los politólogos estadounidenses consideraban que Alemania era también un modelo
de democracia digno de ser imitado en el Oeste. A mediados de la década del
treinta, Alemania fue arrastrada en pocos años a un nivel de barbarie con
escasos parangones históricos. Lo más notable es que esto ocurrió con el apoyo
de los sectores de la población más educados y civilizados.
En sus extraordinarios
diarios de vida como judío durante el nazismo (que escapó a las cámaras de gas
casi por milagro), Victor Klemperer escribe estas palabras acerca de un
profesor alemán amigo suyo al que había admirado mucho, y que finalmente se
unió al montón: “Si un día la situación se invirtiera y el destino de los
derrotados estuviera en mis manos, dejaría en libertad a toda la gente
corriente e incluso a algunos de los líderes que quizás, después de todo, puede
que hayan tenido buenas intenciones y no supieran lo que estaban haciendo. Pero
colgaría a todos los intelectuales y a los profesores tres pies más alto que a
los demás; estarían pendiendo de las farolas tanto tiempo como lo permitiera la
higiene”.
La reacción de Klemperer era
justificada y generalizada a gran parte del registro histórico.
Son muchas las causas de los
acontecimientos históricos complejos. Un factor crucial en este caso fue la hábil
manipulación del miedo. La “gente común” fue arrastrada al
miedo de una conspiración mundial judío-bolchevique que pondría en riesgo la
mismísima supervivencia del pueblo alemán. Eran necesarias medidas extremas, en “defensa
propia”. Venerables intelectuales fueron aún más lejos.
Cuando las nubes de la
tormenta nazi se cirnieron sobre el país en 1935, Martin Heidegger describió a
Alemania como la nación “más amenazada” del mundo, presa entre las “grandes
pinzas” de Rusia y Estados Unidos, en un ataque que era contra la civilización
en sí misma, Alemania no sólo era la víctima principal de esta fuerza pavorosa
y bárbara, sino que además era responsabilidad de Alemania, “la más metafísica
de las naciones”, encabezar la resistencia. Alemania estaba “en el centro del
mundo occidental” y tenía que proteger la gran herencia de la Grecia clásica de
la “aniquilación”, confiando en las “nuevas energías espirituales que se
desarrollan históricamente desde el centro”. Las “energías espirituales”
siguieron desarrollándose de forma muy evidente cuando Heidegger hizo público
ese mensaje, al que él y otros destacados intelectuales continuaron
adhiriéndose.
El paroxismo de la masacre y
la aniquilación no terminó con el uso de armas que bien podrían haber llevado a
las especies a un amargo final. No debería olvidarse que estas armas que
extinguen especies las crearon las figuras más brillantes, humanas y mejor
educadas de la civilización moderna, trabajando en aislamiento, y así la
belleza del trabajo en el que estaban extasiados les encantó tanto que
aparentemente prestaron muy poca atención a las consecuencias: importantes
reclamos científicos contra las armas nucleares comenzaron en los laboratorios
de Chicago, después de que hubieron terminado su rol en la creación de la
bomba, no en Los Álamos, donde el trabajo siguió hasta su inexorable final. Que
no es el final definitivo.
La versión oficial de la
Fuerza Aérea de EE.UU. relata que tras el bombardeo de Nagasaki, cuando era
seguro que Japón presentaría la capitulación incondicional, el General Hap
Arnold “quería el final más grandioso posible”, una incursión con 1000 aviones
a plena luz del día sobre las ciudades japonesas indefensas. El último
bombardero regresó a la base justo cuando se recibió formalmente el acuerdo de
rendición incondicional. El jefe de la Fuerza Aérea, el general Carl Spaatz,
hubiera preferido que el gran final fuera un tercer ataque nuclear sobre Tokio,
pero se le disuadió. Tokio era un “blanco pobre”, que ya había ardido con la
tormenta de fuego que se ejecutó cuidadosamente en marzo y dejó unos 100.000
cadáveres calcinados, constituyendo uno de los peores crímenes de la historia.
Asuntos así se excluyen de
los tribunales penales militares y en gran parte se borran de la historia. Hoy
día apenas se conocen en algunos círculos de activistas y especialistas. En esa
época eran públicamente ensalzados como un ejercicio legítimo de autodefensa
contra un enemigo despiadado que había alcanzado el máximo nivel de infamia al
bombardear las bases militares de EE.UU. en sus colonias de Hawai y Filipinas.
Vale la pena recordar que los
bombardeos de Japón de diciembre de 1941 (“el día que quedará en la infamia”,
en palabras de FDR (Franklin D. Roosevelt)) estaban más que justificados según
la doctrina de “defensa propia anticipada” que prevalece hoy entre los líderes
de los autodenominados “Estados ilustrados”, EE.UU. y su cliente británico. Los
mandatarios japoneses sabían que Boeing estaba produciendo las Fortalezas
Voladoras B-17, y estaban seguramente enterados de los debates públicos en
EE.UU. que explicaban cómo (los B-17) se usarían para incendiar las ciudades de
madera japonesas en una guerra de exterminio, volando desde las bases de Hawai
y Filipinas (“arrasar el corazón industrial del Imperio mediante ataques con
bombas a ese “montón de hormigueros de bambú”, recomendó el General retirado de
la Fuerza Aérea Chennault en 1949, una propuesta que “sencillamente encantó” al
Presidente Roosevelt. Evidentemente, es una justificación mucho más poderosa
para bombardear las bases militares de EE.UU. en las colonias que cualquiera
inventada por Bush, Blair y sus socios cuando ejecutaron su “guerra
preventiva”, que fue aceptado, con reservas tácticas, por el grueso de la
opinión establecida.
La comparación, de todas
formas, es inoportuna. Los que habitan en un montón de hormigueros de
bambú no tienen derecho a sentir emociones como el miedo. Tales sentimientos y
preocupaciones son privilegios de los “ricos que viven en paz en sus moradas”, según
la retórica de Churchill, las “naciones satisfechas, que no deseaban nada más
para ellas que lo que ya tenían”, y, a quienes, por eso, se les “debía confiar el gobierno del
mundo” para que haya paz; un cierto tipo de paz, en la que los ricos se verían
libres del miedo.
Cuán libres del miedo
deberían sentirse los ricos queda gráficamente revelado en el altamente
valorado aprendizaje de las nuevas doctrinas de “autodefensa anticipada”,
artísticamente desarrolladas por los poderosos. La contribución más importante,
con alguna profundidad histórica, la hace un destacado historiador contemporáneo,
John Lewis Gaddis de la Universidad de Yale. Asegura que la doctrina de Bush
viene directamente de su héroe intelectual, el gran estratega John Quincy
Adams. En la paráfrasis que hace The New York Times , Gaddis “sugiere que el
programa de Bush para luchar contra el terrorismo radica en la noble e idílica
tradición de John Quincy Adams y Woodrow Wilson”.
Podemos dejar de lado el
vergonzoso historial de Wilson y quedarnos con los orígenes de la noble e
idílica tradición que Adams estableció en un famoso documento de estado al
justificar la conquista de Florida por Andrew Jackson en la Primera Guerra de
los Seminolas, en 1818. Adams argumentó que la guerra estaba justificada en la
defensa propia. Gaddis está de acuerdo en que sus motivos eran preocupaciones
legítimas por la seguridad. Según la versión de Gaddis, después de que los
británicos saquearan Washington en 1814, los líderes de EE.UU. reconocieron que
la “expansión es el camino hacia la seguridad” y por eso conquistaron Florida,
una doctrina que se ha expandido ahora por todo el mundo gracias a Bush (con
toda propiedad, según él).
Gaddis cita las fuentes
correctas, principalmente el historiador William Earl Weeks, pero omite lo que
dicen. Se aprende mucho sobre los precedentes de las doctrinas y el consenso
actuales sólo con prestar atención a lo que Gaddis omite. Weeks describe todos
los detalles escabrosos de lo que Jackson hacía en la “exhibición de asesinatos
y saqueos conocida como la Primera Guerra de los Seminolas”, que no era más que
otra fase en su proyecto de “alejar o eliminar a los nativos americanos del
sudeste”, en proceso mucho antes de 1814. Florida era un problema, tanto porque
aún no había sido incorporada al imperio estadounidense en expansión, como
porque era un “paraíso para los indios y los esclavos fugitivos … que huían de
la ira de Jackson o de la esclavitud”.
De hecho hubo un ataque
indio, que Jackson y Adams utilizaron como pretexto: las fuerzas
estadounidenses expulsaron a un grupo de seminolas de sus tierras, mataron a
algunos y quemaron su poblado hasta que no quedó nada. Los seminolas
respondieron atacando un barco de abastecimiento bajo mando militar. Jackson
aprovechó la oportunidad y “se embarcó en una campaña de terror, devastación e
intimidación”, destruyendo poblados y “fuentes de alimentación en un esfuerzo
calculado para infligir hambrunas a las tribus, que se refugiaron de su ira en
las ciénagas”. Así siguieron las cosas, que desembocaron en el documento de
Estado de Adams, tan elogiado, que apoyó la agresión inmotivada de Jackson para
establecer en Florida “el predominio de esta república por sobre las odiosas
bases de la violencia y el derramamiento de sangre”.
Éstas son las palabras del
embajador español, una “descripción dolorosamente precisa”, escribe Weeks.
Adams “había distorsionado, disfrazado y mentido conscientemente sobre los
objetivos y la conducta de la política exterior estadounidense ante el Congreso
y el pueblo”, continúa Weeks, violando groseramente sus proclamados principios
morales, “defendiendo implícitamente la exterminación india, y la esclavitud”.
Los crímenes de Jackson y Adams “probaron ser un preludio de la segunda guerra
de exterminación contra los seminolas”, en la que los supervivientes huyeron al
oeste, donde más tarde correrían la misma suerte, “o les asesinarían, o serían
forzados a refugiarse en las densas ciénagas de Florida”. Hoy, concluye Weeks,
“los seminolas sobreviven en la conciencia nacional como la mascota de la
Universidad Estatal de Florida”, un caso típico e instructivo…
…El marco
retórico se sustenta en tres pilares (Weeks): “la suposición de la virtud moral única de
Estados Unidos, la afirmación de su misión de redimir al mundo” difundiendo
sus ideales declarados y el “estilo de vida americano”, y la fe en el
“destino manifiesto” de la nación. El marco teológico
suprime el debate razonado y reduce los asuntos políticos a elegir entre el
Bien y el Mal, y por lo tanto reduce la amenaza a la democracia.
Se rechaza a los críticos por “antiamericanos”, un concepto interesante que se
tomó prestado del vocabulario totalitarista. Y la población ha de acurrucarse bajo el
paraguas del poder, por miedo a que su forma de vida y su destino estén bajo
peligro inminente…
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