Vivimos
en un mundo que no funciona, que está en franco declive, que se hunde, tal como
parecen indicar los síntomas de la degradación directamente comprobables, desde
el desarreglo climático hasta las hambrunas y patologías emergentes, desde la
contaminación generalizada y la deforestación galopante hasta la desigualdad
social creciente, desde la extensión de la peste emocional religiosa y
nacionalista hasta las guerras por el control de recursos cada vez más escasos.
No se trata pues de una simple crisis, sino de una catástrofe ecológica y
social que adquiere visos de normalidad, puesto que lleva años produciéndose.
En efecto, la economía global, último estadio de la civilización capitalista,
se ha mostrado como una fuerza destructora mayor, capaz de alterar
irreversiblemente los ciclos vitales de la naturaleza, de arruinar la sociedad
y de destruirse con ambas. Hecho histórico inaudito, el impacto económico y
tecnológico ha desbordado la esfera social adquiriendo la devastación
dimensiones geológicas. Las condiciones de supervivencia de la especie humana
están siendo profundamente deterioradas. La novedad es que o hay vuelta atrás.
En resumen, el capitalismo es la catástrofe misma, y el problema no es que se
derrumbe, una buena cosa se mire por donde se mire, sino que en su demencial
carrera hacia el abismo nos arrastre a todos. Las almas cándidas que no paran
de rogar por la salvación del planeta Tierra, por la preservación del hábitat
de la humanidad, contra la extinción de las especies, harían bien en precisar
que es del capitalismo en todas sus facetas del que hay que salvarlo, y que
ello comporta su abolición, que es la de las desigualdades, de las jerarquías,
de los aparatos políticos, de la división del trabajo, del patriarcado, de los
ejércitos y de los Estados.
La
Naturaleza ha pasado plenamente a formar parte de la economía; ha dejado de ser
un entorno inmutable que soporta a una sociedad evolucionando históricamente.
Se ha “civilizado”. Tierra, mar, aire y seres vivos son meros objetos de
mercado. La sociedad, capitalista por supuesto, se apropia de la Naturaleza, o
como se suele decir, del medio ambiente, igual que se había apoderado antes de
la sociedad. La Naturaleza ya no queda fuera de la historia, no es ajena al
tiempo lineal de la sociedad de masas, puesto que las catástrofes que la
afectan tienen origen social. Son consecuencia de un proceso histórico ligado
al ascenso y consolidación de una clase que funda su poder en el control de la
economía: la burguesía. Y esa misma clase, históricamente transformada, ha
tomado conciencia de que el nuevo empuje de la economía – de un mayor avance en
el saqueo del territorio- depende de la administración de las catástrofes que
su despliegue ha provocado. La guerra contra la naturaleza continúa pero disimulada
bajo una aparente paz ecológica. El catastrofismo es ahora parte importante de
la ideología dominante -la de la clase dominante, hasta hace poco optimista y
progresista- puesto que el pesimismo es más de recibo en un mundo que hace
aguas. El desastre no se puede negar ni reconducir. Hay que admitirlo. La
basura campa a sus anchas, el ocio industrializado hace estragos, la
biodiversidad se pierde y la opresión se multiplica. El mensaje actual del
poder es claro: la catástrofe es real, la amenaza del colapso es muy plausible,
pero la responsabilidad compete a una humanidad abstracta, ávida de riquezas,
muy prolífica y genéticamente autodestructiva. Resulta que todos somos
culpables de la catástrofe por ser como dicen que somos, animales que persiguen
exclusivamente el beneficio privado. Solamente los dirigentes pueden librarnos
de ella, porque solo ellos tienen la capacidad, los conocimientos y los medios
necesarios para hacerlo sin frenar el crecimiento económico ni modificar en lo
sustancial el modelo financiero. En fin, conservando con fidelidad el statu
quo, no afectando en lo fundamental las estructuras políticas y sociales.
La
solución de los dirigentes radica en un nuevo sistema industrial de producción
y servicios controlando los flujos migratorios y caminando de la mano de
tecnologías “verdes”, las verdaderas protagonistas de la “transición” del viejo
mundo ecocida con sus fuentes de energía “fósil” al nuevo mundo sostenible con
sus “yacimientos” de energía “renovable”. La nueva economía “baja en carbono”
llega en auxilio de la vieja economía petrolificada, no para desplazarla, sino
para complementarla. Ambas son extractivistas y desarrollistas. Las
multinacionales dirigen toda la operación: el capitalismo es quien reverdece.
Así pues, el consumo de combustible fósil no se verá afectado por la producción
de agrocarburantes y de energía de fuentes que de “renovables” no tienen más
que el nombre. El consumo mundial de energía que los dirigentes tildan de
“verde” nunca sobrepasará a la “fósil”: en la actualidad no llega al 14% del
total. Por consiguiente, las centrales nucleares, las térmicas, las
incineradoras, las metanizadoras, la fractura hidráulica y los embalses
incrementarán su presencia, esta vez en compañía de las industriales eólicas,
fotovoltaicas, termosolares y de biomasa. Las nuevas tecnologías sostienen a la
sociedad explotadora, dependen de ella tanto o más que lo contrario. El
crecimiento, el desarrollo, la acumulación de capital o como quieran llamarlo,
se apoya ahora en la economía “verde”, en la “sostenibilidad”, en los puestos
de trabajo “verdes”, en las innovaciones ecotécnicas que concentran poder y
refuerzan la verticalidad de la decisión. El ecologismo de Estado es su nuevo
valedor, la vanguardia profesional auxiliar de la clase política alumbrada por
el parlamentarismo, el voraz consumidor de los fondos públicos y privados
destinados a financiar proyectos de apuntalamiento sistémico y rentabilización
de la marginalidad.
Un
ecologismo de ese tipo es casi imprescindible como instrumento estabilizador de
la fuerza de trabajo expulsada definitivamente del mercado, pero todavía lo es
más como arma de deslocalización de las actividades contaminantes hacía países
pobres, cuya mayor oportunidad de formar parte de la economía global consiste en
convertirse en vertederos. El ecologismo de Estado viene representado primero
por una gama de partidos de corte ecoestalinista, fruto del reciclaje del
estalinismo residual, clásico, bajo los parámetros del ciudadanismo populista,
como por ejemplo Podemos, Comunes, IU o Equo. A continuación vienen un montón
de colectivos y asociaciones reformistas que no van más allá de la economía
“solidaria” de mercado, el consumo “responsable”, la explotación de energías
“renovables” y el desarrollismo “sostenible.” Mayor grado de complicidad con el
orden tienen los ecologistas patentados de las grandes ONG's del estilo de
Green Peace, WWF, Extinción-Rebelión o Green New Deal, que aspiran a
convertirse en lobbies, y sobre todo los tertulianos “transicionistas”, los “colapsólogos”
y las vedettes del espectáculo conmovidas por la devastación planetaria. Sin
embargo, el núcleo duro de esa clase de ecologismo está compuesto por una fauna
considerable de arribistas cretinos, trepas advenedizos y aventureros
aprovechados que se distribuye por las instituciones, los medios, las redes
sociales y las cúpulas orgánicas en tanto que expertos, asesores, consejeros y
directivos. Se puede confeccionar una extensísima lista con sus nombres. El
común denominador de todos ellos es no constituir una amenaza para nada ni para
nadie. No cuestionan los tópicos fundacionales del dominio burgués
-“democracia”, “progreso”, “Estado de derecho”- sino más bien lo contrario.
Realmente no quieren acabar con el capitalismo ni desindustrializar el mundo.
Sus miras son mucho menos ambiciosas: la mayoría se dará por satisfecha con ver
incluidas algunas de sus propuestas en las agendas de los partidos principales
y los gobiernos. Al fin y al cabo, su trabajo vocacional se limita a presionar
a los políticos, no a expurgar la política. Intentan ejercer de intermediarios
en el mercado territorial a través de normativas conservacionistas, tal como
hacen los sindicatos en el mercado laboral.
El
Estado vertebra o desvertebra la sociedad en función de poderosos intereses
privados, los intereses de la dominación industrial, y no en beneficio de las
masas administradas. Es algo inamovible. El saqueo del territorio que las
elites económicas practican está siendo facilitado por las instancias
estatales, que se alimentan de él reforzando de paso su estructura jerárquica,
consolidando la clase político-funcionarial y extendiendo los mecanismos de
control de la población. No hay Estado “verde” posible, porque ningún Estado
que se precie va a actuar en contra de sus intereses, y estos pasan por la
explotación intensiva de los recursos naturales más que por el decrecimiento.
La detención de la catástrofe implicaría la del desarrollo, con temibles
derivaciones como la erradicación del consumismo, el desmantelamiento de las
industrias, las autopistas y la gran distribución, la desurbanización del
espacio, la disolución de la burocracia, la descentralización total de la
producción energética y alimentaria, el fin de la división del trabajo, etc.,
todas contrarias al carácter del Estado producto de la civilización industrial.
Por eso el ecologismo del Estado preferirá distraer a su público con pequeños
gestos superficiales de responsabilidad ciudadana. No irá más allá de los
impuestos, los decretos y las comisiones de seguimiento; no sobrepasará la
recogida selectiva de basuras, la limitación de la velocidad a 80 Km/h, el
fomento de la bicicleta, la promoción de los alimentos orgánicos, el alumbrado
de bajo consumo o la prohibición de determinados envases de plástico, nada de
lo cual contribuirá visiblemente al cambio ecológico o a la democratización de
la sociedad. El Estado reposa sobre una población infantilizada, excluida de la
decisión y despolitizada, volcada en su vida privada; el Estado se nutre de una
sociedad artificial, estratificada, clasista, en fuerte desequilibrio con el
entorno y por consiguiente insostenible. Si una sociedad así nunca será
ecológicamente viable, tampoco lo será un Estado forjado en su seno por mucha
voluntad que alguno le ponga. Los falsos ecologistas adoran al Estado por
encima de todas las causas.
Los
verdaderos ecologistas están en otra parte. Los auténticos ecologistas son
antidesarrollistas. Su programa rechaza el papel preponderante de la técnica en
la orientación evolutiva de la sociedad, es decir, condena como falacia
perniciosa la idea de “progreso”. Asímismo, critica y combate la concentración
de la población en conurbaciones y la proletarización de la vida de sus
habitantes, tanto en su dimensión material como en la moral. Lucha contra la
alienación y consecuencia necesaria de la masificación. Para ellos la
civilización industrial y el Estado que la representa son irreformables y hay
que combatirlos por todos los medios, desde luego, medios que no contradigan a
los fines. Boicots, marchas, ocupación, movilizaciones, etc. La defensa del
territorio es antiestatista y anticapitalista tanto en la forma como en el
contenido. Busca la salida del capitalismo, la desmercantilización del
territorio y las relaciones humanas, y la gestión pública a través del ágora,
es decir, de las asambleas. La catástrofe ecológica no podrá conjurarse más que
con un cambio drástico del modo de vida, una “desalienación”, lo que nos remite
a la restitución del metabolismo normal entre la urbe y el campo, a la
unificación del trabajo intelectual y físico, a la supresión de la producción
industrial, a la abolición del trabajo asalariado, a la extinción de las formas
estatistas... La cuestión teórica y práctica que se plantea consiste en cómo
elaborar una estrategia realista de masas para llevar a cabo los objetivos
descritos. La salvación del planeta y de la humanidad doliente dependerá de que
la capacidad que tenga la población oprimida para salir de su letargo y
emprender el largo camino de la resistencia con el fin de acabar con un mundo
aberrante y construir en su lugar una sociedad verdaderamente humana.
Miquel Amorós, 26 de febrero de
2019. Argumentos para la no-participación en unas jornadas colapsistas
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