El donostiarra Clemente Famaraza Sandegui pidió a su comandante
de las Milicias Antifascistas Vascas que sus 40 duros de nómina fueran
destinados a asegurar juguetes en un hospicio a niños de Madrid el día de
Reyes.
HAY nombres y apellidos que son ejemplo humano, pero que no
los conoce ni el omnipresente dios sabelotodo Google. Desde hoy sabremos que el
donostiarra nómada Clemente Famaraza Sandegui posibilitó en plena Guerra Civil
una noche de magos sin reyes, en los que como anarquista no creía: ni en los
cristianos portadores de oro, incienso y mirra ni en los soberanos de
monarquías o reinos.
Su historia casi de fábula continuaría anónima entre los legajos
a conservar con trato cariñoso de guantes y mascarillas si no fuera por Ritxi
Zárate, investigador de la asociación Burdin Hesia Ugaon. El analista de
Miraballes a modo de regalo de fin de año ha hecho llegar al
serial Historias de los vascos una entrevista que la
publicación Mundo Gráfico dedicó al ácrata Famaraza, miembro de las
Milicias Antifascistas Vascas que operaron en Madrid.
Su biografía despacha kilos de ternura, empatía ideológica, y
dispara directa a las conciencias de quienes un día dieron un golpe de Estado,
un par de hostias mal dadas a la siempre legítima Segunda República. Hizo falta
que Mundo Gráfico desvelara la identidad de un guipuzcoano que fue
hospiciano, vendedor de periódicos más tarde y combatiente por las libertades a
más de 450 kilómetros de su inclusa.
Hizo falta, tal vez, vivir lo que sintió siendo niño para acabar
donando el dinero de sus nóminas navideñas para asegurarse de que el 5 de enero
de 1937 algunos menores irían a la cama, acomodando sus cabezas sobre una
almohada que soñaba con un mágico despertar al día siguiente.
Mario Arnold fue quien acuñó la entrevista a aquel hombre de
corazón más grande que cuerpo. Aquel era el seudónimo de José García, un poeta
leonés, periodista y escritor considerado uno de los “grandes bohemios” del
grupo cultural de Mario Buscarini. Era hijo de un suicida que se quitó la vida
tras un “intento desastroso” -dice la historia- de emigrar hacia Argentina.
Aquellas dos personas -el miliciano caritativo y el
entrevistador bohemio- con entrañas de pasado doloroso se conocieron en las
trincheras. El cronista alargaba en su trabajo la sombra de aquel antifascista
del que se hablaba en el momento.
El periodista contextualizaba en su artículo el duro momento que
pasaban, que olían, que se llegaba a hacer casi tacto en aquellas jornadas de
muerte y, si acaso, vida. “Los niños españoles tienen vacíos de alegría y de
calor sus hogares, que la guerra está destruyendo. Hay que hacerles olvidar ese
fantasma de las trágicas horas actuales”, señalaba con su tinta a un hombre
afiliado a la CNT. “Clemente Famaraza Sandegui sabía esto -como lo sabemos
todos los hijos del pueblo- y era su mayor deseo contribuir con algo a esas
horas de ventura y de olvido que necesitan nuestros pequeñuelos. Él tampoco
tuvo en su niñez días amables. No conoció los privilegios de que gozaban otros
niños, y fue creciendo rodeado de tristezas, entre dolor y sombras”.
Mario Arnold antepuso su deseo de conocerle a poder acabar
chocando con una bala perdida. Y lo argumentaba: “Hace unos días, Famaraza se
presentó al comandante Lizarraga, de las Milicias Vascas, con estas palabras:
Tengo ahorrados cuarenta duros y quiero que compre usted juguetes para los
hijos de nuestros milicianos. A continuación, busqué a Clemente en la
trinchera. Me interesaba oír de sus labios el motivo principal que le impulsó a
desprenderse de las doscientas pesetas”.
Y ahí arranca un diálogo en el que el anarquista entra al barro
en la zanja mientras el bando leal a los golpistas está escupiendo muerte.
-“¿Eres vasco?”, le dije.
-“De San Sebastián. A los pocos meses de nacer me llevaron al
Hospicio de San Bartolomé, hasta que una familia muy conocida (los Cadenas)
tuvo a bien adoptarme. Con ella cumplí los veinticuatro años, y les abandoné
para ir al servicio militar. Les debo mi gratitud eterna”.
Y tras esa presentación, el lector descubre hoy 80 años después
que aquel licenciado en África, vivió de vender periódicos y que fue corredor
pedestre con laureado palmarés. En el plano ideológico, anarquista “perseguido
en el Octubre” -enfatizaba- y encarcelado. Puesto en libertad, buscó refugio en
Barcelona “para que no volvieran a detenerme”. En barco, llegó al continente
americano en el que recorrió “muchos países”.
Regresó a Europa. Ingresó en Transportes Marítimos de la CNT,
como miliciano, y con el batallón se presentó en Mallorca donde tomó Porto
Cristo el histórico 16 de agosto de 1936, lo que fue “la mayor alegría de mi
vida al entrar con dos compañeros”. De regreso a la Ciudad Condal, tras
pertenecer a la columna Casanellas, le destinaron a Madrid. “¡Aquí estaban los
vascos! ¿Qué iba a hacer si no pelear con mis paisanos, corriendo su misma
suerte?”, recuerda.
La entrevista se interrumpe de forma repentina. “Callamos. La
lucha en el sector adquiere caracteres impresionantes. Los proyectiles pasan
cerca de nosotros, dejando en el aire un silbido trágico”.
-“¿Oyes?”, le digo, después de un silencio azaroso, tras del que
volvemos a miramos.
-“Bien cerca pasó...”. Pasamos a un edificio casi destruido,
donde poder charlar y escribir más cómodamente.
El interrogatorio de Arnold a Famaraza prosigue atacando la
razón del buscado encuentro. El narrador es directo: “¿Por qué has dado tanto
dinero para comprar juguetes a los niños?”. El revolucionario libera sus
emociones: “Yo nunca supe de estas pequeñas alegrías. En el Hospicio, primero,
y en casa de los que me adoptaron, después, la vida fue dura conmigo”, se
arranca, y merece leerle íntegro: “Muchas veces, en la calle, recuerdo que me
quedaba embobado ante los escaparates de juguetería y caminaba detrás de un
niño cualquiera que tuviese en sus manos lo que a mí nunca me dieron...”.
Y ahí le admite al leonés un recuerdo que no se le borraba de su
memoria. Que cerca de su casa vivían dos chiquillos a quienes el Día de Reyes
les regalaron un tren maravilloso, que andaba solo por sus raíles y lo montaban
todas las tardes junto a su puerta. “Lo hacían para darme envidia. Aquello, tan
trivial, al parecer, me hizo sentir y pensar”.
El periodista busca un contraataque emotivo al espetarle que
“esos 40 duros podían haberte ayudado mucho”.
-“¡Bah! Una sonrisa infantil vale medio mundo. Deja que los
niños rían. Ellos son los hombres de mañana, y deben crecer lejos de toda
amargura, para que tengan un porvenir dichoso, sin recuerdos oscuros, como los
míos... ¿Doscientas pesetas? Bien. ¿No vale muchísimo más cualquiera de sus
sonrisas? Una fortuna que yo tuviera sería para ellos”.
La entrevista navega a partir de entonces por nuevos mares al
querer saber qué sería el Mago Anarquista al concluir la guerra. El donostiarra
le respondió que marino porque le gustaba conocer países. Con la utopía por
bandera, le continuó respondiendo que quienes luchaban “por devolver trabajo,
alegría y pan a todos los hogares pobres, pasaremos de pueblo en pueblo y de
ciudad en ciudad con una canción feliz que nos enseñará la victoria”.
En ese momento los dos interlocutores volvieron a ser silencio
de guerra. Arnold comunica que el vasco fue reclamado para hacer “un servicio
importante”, y mientras se alejaba con el fusil al hombro, el bohemio saltó la
trinchera, “para admirar el funcionamiento magnífico de una poderosa máquina de
guerra”, concluye con final abierto a la vida o muerte del anarquista que, no
olviden, regaló un 6 de enero.
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