viernes, 24 de enero de 2014

La CNT en el exilio francés. Polémicas, enfrentamientos y divisiones


Congreso de la CNT en el exilio (Toulouse 1947) 
El Movimiento Libertario en el exilio arrastraba, después de perder con la guerra bastantes conquistas sociales no por efímeras menos cargadas de futuro, una dualidad permanente que mediatizaba nuestras relaciones internas. Esta dualidad surgía del conjunto de circunstancias y de mentís reales dados a la doctrina por el mundo de los hechos: educados, configurados moral y espiritualmente para combatir y destruir el Estado, fuimos a él, nos integramos en él, participamos de sus mismas tribulaciones, de sus furores destructivos, de sus ordenamientos jurídicos; fuimos, en una palabra, puntales en vez de arietes. Hubo quienes, sensibilizados por esta aleccionadora experiencia, entendieron que se debía flexibilizar el cuerpo teórico y táctico del anarcosindicalismo ibérico; otros, por el contrario, se encerraron en una posición dogmática, intransigente, irreductibles a la enseñanza empírica –y con una gran facilidad para hacer «borrón y cuenta nueva» de las propias actuaciones personales, algunas de las cuales incluyeron casaca ministerial–. Naturalmente, entre ambas posturas, existieron, como en botánica, gran variedad de injertos, de híbridos.
Cuando en febrero de 1943 empezamos a reorganizarnos, en plena ocupación alemana –aunque hubo siempre grupos organizados–, los que inician este movimiento de recuperación y lucha (casi todos aquellos hombres que constituyen el llamado «Núcleo del Cantal», aglutinado en el seno de una empresa constructora) responden a concepciones sindicalistas revolucionarias y anarquistas fieles a ciertos postulados de colaboración política con cuantas fracciones y sectores antifascistas persiguen el derrocamiento del régimen franquista.1 Aquellos hombres del «Massif Central», entre otros, se llaman Germán González, José Berruezo, Rico, hermanos Tomás y Francisco Pérez. Editan un periódico, dirigido por Rico, titulado Exilio, y muchos de ellos se caracterizarán por su lucha en la Resistencia francesa; algunos, como Germán con peligrosas y relevantes responsabilidades.

A esta primera llamada no responden bastantes compañeros para quienes las motivaciones del paréntesis colaboracionista, iniciado en julio de 1936, ha muerto definitivamente. No vale la pena, piensan, que luchar en tal sentido es macular los ideales, introducimos en el universo de la impureza.

Daré un carpetazo a mis notas para no prolongarme, pero antes quiero referirme, para dejar constancia, al oscuro trasiego de muchos militantes cuando se terciaba la «solución Maura». Miguel Maura, antiguo ministro republicano de la Gobernación (al que le pusimos un remoquete algo siniestro: «el de los 108 muertos»), se proponía formar un «Gobierno de Unión Nacional» con el fin de restaurar la República. Cabildeos memorables, acompañaron tales proyectos. Todos los partidos y organizaciones rivalizaban en la sobrepuja. Nosotros íbamos tan lejos que reclamábamos (nada más ni nada menos) el respeto por los poderes públicos de las conquistas obtenidas el 19 de julio: colectividades, control obrero, planificación económica, acción comunal, etc. Los militares, jefes y oficiales, engrosaron precipitadamente las filas de una Agrupación que extendía carnets con nombre, cuerpo, arma y rango ostentado en el ejército republicano. Los antiguos funcionarios del cuerpo policial hicieron algo semejante. Este sueño de una noche de verano acarició las esperanzas de gran número de militantes que luego denostaron violentamente a los «políticos», cuando nuestras pasiones arreciaban, simultaneando los agravios con invocaciones a su inmaculada «pureza».

En el Congreso de París, celebrado en el Palais de la Chimle –mayo de 1945–, aunque ganaron por voto los núcleos más inflexibles y dogmáticos se demostró que de hecho, por votos reales, de haberse hecho un escrutinio justo, era mayoritaria la tendencia colaboracionista. Para triunfar, determinados grupos al servicio de un nefasto personaje, Laureano Cerrada (ex secretario de la Región Centro, muerto en circunstancias misteriosas, desveladas parcialmente por el periodista Eliseo Bayo –en la revista Interviú), se dedicaron con ahínco a fundar Federaciones o núcleos fantasmales, a utilizar la difamación y el cohecho con objeto de conseguir una victoria sucia pero que les asegurara el control del aparato burocrático, fondos, siglas, etc. Lo más positivo del Congreso, pese a todo, fue el acuerdo de concederle privilegio determinante a la organización confederal del interior: acuerdo que fue revocado, sin consultar a la base, como consecuencia de la instalación del Gobierno Giral en México (antes de su instalación en París, en 1946), autentico avatar de la ruptura cismática más importante desde la acaecida el año 1932 a causa del problema «treintista». Relatamos brevemente los entresijos a continuación.

En España, a la sazón, se reorganizaba la CNT a marchas forzadas. Se vencían, mal que bien, las enormes dificultades del trabajo clandestino. Se celebraban reuniones de militantes asiduamente concurridas –con exceso, si tenemos en cuenta unas mínimas exigencias de discreción que comporta todo trabajo subterráneo–, se cotizaba en los sindicatos reestructurados, se editaba la Soli con miles de ejemplares que circulaban de mano en mano. En Barcelona, la Federación Local controlaba (según cifras manifestadas al que esto escribe por quien fue su secretario en 1947, el fallecido y excelente compañero Mariano Pascual) alrededor de 14.000 afiliados. La organización dinamizaba con creces la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas (ANFD), organismo de coalición antifranquista.2 Cuando Giral forma un gobierno de emergencia en el exilio, para coordinar posibles concursos diplomáticos, propone a la CNT, el envío de dos ministros, pues nuestra posición en el seno de la Alianza nos convierte en pieza maestra. El Comité Nacional del Interior, transmite una lista de cuatro nombres: José Sancho y José E. Leyva, por el interior; Federica Montseny y Horacio M. Prieto, por el exterior (García Oliver fue propuesto por la Agrupación de México, pero su nombre no fue retenido por el Comité Nacional).

De los nombres indicados por el Comité Nacional, Giral elige a Horacio M. Prieto y José E. Leyva para que se incorporen a su Gobierno. Llegado clandestinamente a Francia, para unirse a Horacio y trasladarse juntos a México, donde reside el Gobierno de la República, Leyva se encuentra con la oposición del Comité Nacional, en Francia, cuyo secretario Germinal Esgleas, le indica que vuelva a España y recomiende al CN del Interior que reconsidere sus acuerdos y desista de enviar representantes al Gobierno Giral. El Comité Nacional mantiene sus acuerdos y aconseja a Leyva y Horacio que se incorporen sin retraso al puesto para el que fueron delegados.

Entonces los acontecimientos se precipitan; un manifiesto de rechazo invocando «la transgresión de principios» y contra la CNT del interior por parte del Secretariado del Exilio, y otro, vigoroso, elaborado atropelladamente por la Delegación en el exterior, consuman el divorcio. El manifiesto de la Delegación en el Exterior, de apoyo a la CNT del interior, se encabezaba así: «Con España o contra España». Por su parte, CNT, órgano confederal en el exilio, afirmaba: «Los llamados ministros confederales en el Gobierno Giral son dos ex trabajadores sin más representación que la personal».
1946-1963. Diecisiete años duró la escisión. Los viejos fantasmas, que nunca dejaron de poblar y girovagar en y por nuestras reuniones asamblearias, encresparon pasiones, concitadas, asimismo, por triquiñuelas, protagonismos, voluntad de poder, rivalidades personales y otros elementos psicológicos turbios alimentados durante muchos años de frustración, que nos habían vuelto atrabiliarios y vindicativos. Mientras a muchos militantes estos sucesos no les producían «estados de alma complicados», para muchos otros se iba concretando la idea de una revisión de métodos. Considerando globalmente nuestras acciones pasadas, se extrae de ellas una aleccionadora metodología negativa. Porfiamos en el descrédito y seguimos sin comprender la evolución tecnológica y científica, por tanto, económica, de nuestro tiempo. Esto lleva a conclusiones completamente originales. Coincidiendo, en este aspecto, con bastantes planteamientos formulados por Horacio M. Prieto, pionero de la «intervención política» (aunque García Oliver y un grupo de allegados a su influencia ya propusieran al comienzo del éxodo fundar el llamado Partido Obrero del Trabajo (POT), un grupo de 17 militantes, en una carta-manifiesto dirigida a los presos de España, en 1948, proponen sin medias tintas, a las tres ramas del Movimiento Libertario la más explosiva de las novedades revisionistas: la creación de un partido por los propios militantes, cuyo objetivo fundamental consistiría en asumir la representatividad política libertaria de forma eficiente y estructurada.
En la CNT y el Movimiento Libertario puede afirmarse, sin menoscabo de la verdad, que muchos hombres han meditado fríamente sobre los factores de nuestras desventuras públicas y el aventurismo blanquista que nos ha enajenado la adhesión de grandes sectores populares. Cuando hemos hablado seriamente de estas cosas, he percibido en infinidad de militantes valiosos un pesimismo escéptico respecto a la ejecutoria. Cada vez que pensamos en aquel año de los dos ochos –ocho de enero y ocho de diciembre de 1933–, donde dimos una medida hiperbólica de nuestra «gimnasia revolucionaria», nos deja perplejos esa fruición por la aventura y, contrastando, el despego y casi indiferencia por los programas constructivos. Muchos de los más sañudos impugnadores del «desviacionismo», imputándolo a ambiciones de poder y riqueza, como si el poder y la corrupción no fueran omnipresentes, me han confesado, años más tarde, sus preocupaciones por ir a la conquista de aquellos ayuntamientos que administramos durante la guerra y donde aprendimos a conocer grandes cosas no despreciables, que pueden hacerse desde ellos.

Realizada la unificación, en 1963, pudo comprobarse, al poco tiempo, lo frágil de aquella soldadura; digo soldadura porque, en realidad, nunca hubo síntesis, refundición, simbiosis. Al socaire de unos escarceos seudoinsurreccionales acaudillados por Juan García Oliver (terriblemente crítico para la, según él, blandengue, incolora e ineficaz actuación del Gobierno Giral)3 y de otras cuestiones de incompatibilidad, empezaron de nuevo las recriminaciones y las cazas de brujas. La chispa, o el detonador, que ocasionó otra crisis –la 1968-1969–, fueron las expulsiones, entre otros, de Cipriano Mera, Juan Manent, Fernando Gómez Peláez, longevo ex director de la Soli en París, de Tomás Pérez, uno de los de la vieja guardia del Cantal, Antonio Roig, conocido militante de Tarrasa, Señer, etc. A Cipriano Mera, el viejo «león de Guadalajara», modelo de honradez, coraje y sacrificio, se le acusó villanamente de malversación de fondos. A Gómez Peláez se le urdió una rocambolesca historia, nebulosa hasta el delirio, en torno a una renqueante multicopista.

Persistió el sanedrín del Secretariado Intercontinental4 en extender su imperialismo orgánico hasta el interior de España. Ese exilio, no satisfecho aún por sus culpables carencias, sus ineptitud, su descomunal alejamiento de la realidad, impermeable al más nimio empirismo, ávido de dominio, logró una última victoria: crear, en el Congreso de Madrid de 1979, las condiciones para otra segunda escisión. Dos en Francia; dos en España. Las cuentas están claras. Pero lo que ya no se vislumbra con tamaña transparencia es el futuro de la que fue primera organización sindical de este país. A menos que, a fuerza de amargas decepciones, una CNT renovada, embrión prometedor, con hombres nuevos y capaces, abiertos al diálogo vivificante, al pluralismo esencial sepan darle a ese sindicalismo revolucionario, libertario, cooperativista y autogestionario, la dimensión histórica que le corresponde.

Notas

1. Una excepción a la regla era nuestro recelo en colaboración con los comunistas, recientes aún graves incidentes y maniobras hegemónicas del PCE a través de su engendro llamado Unión Nacional, que nos había ilustrado, por si no lo supiéramos desde Mayo del 37, sobre sus intenciones, asesinando entre 80 y 100 militantes confederales. Se uncieron al proyecto centenares de confederales que pronto comprendieron la superchería. Recordemos, de pasada, una brillante acción: asesinato de la familia Soler e incendio de su morada: Soler era un conocidísimo militante barcelonés, antiguo conserje del Ramo de la Construcción; los hechos ocurrieron en el Ariege (Véase Juan M. Molina: El comunismo totalitario, Editores Mexicanos Unidos, México, 1982, pág. 37).

2. Compúlsense, para un conocimiento más amplio, El movimiento clandestino en España (1939-1949), de Juan M. Molina, La resistencia libertaria, de Cipriano Damiano, y La Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas (1944-1947), de Enrique Marco Nadal.

3. No se cansaba de repetir en su correspondencia –que he tenido la oportunidad de leer gracias a un amigo común– que con los «mil millones de dólares de patrimonio republicano» (?) teníamos que formar un «gobierno de combate», una especie de Comité de Salud Pública.

4. Nueva denominación del antiguo Secretariado del Exilio.

Publicado en Polémica, n.º 4-5, junio 1982

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