“Un drama terrible” fue el titular de la crónica sobre
los “Mártires de Chicago” que José Martí publicó en diario La Nación de Buenos
del 1º de enero de 1888. De la extensa crónica EL PUEBLO reproduce
algunos extractos, precedidos de algunas consideraciones generales.
LAS OCHO HORAS DE TRABAJO
Hay que historiar, brevemente, en el año de 1877 se
dieron grandes movilizaciones obreras en Estados Unidos que eran reprimidas a
balazos, golpes y prisión. En 1880 quedó conformada la federación de
organizaciones de sindicatos y en 1884 se aprobó una resolución para establecer
a partir del primero de mayo de 1886, mediante la Huelga General en todo EEUU,
las ocho horas de trabajo. El 1º de Mayo de 1886 la paralización de los
centros de trabajo se generalizó. La huelga paralizó cerca de 12 mil fábricas
en los Estados Unidos y se produjeron marchas con miles de obreros en varias
ciudades. En Chicago se paró casi completamente la ciudad. Pero algunas
empresas (como en la fábrica de materiales de Mc Cormick) contrataron rompe
huelgas. El 2 de mayo se realizó un mitin de los obreros despedidos de Mc
Cormick para protestar y mientras uno de los trabajadores, Spies, dirigía su
discurso a un grupo 7 mil trabajadores unos cuantos centenares fueron a
recriminar su actitud a los esquiroles que en ese momento salían de la planta.
Rápidamente llegó la policía, cuya acción dejó seis muertos y gran cantidad de
heridos.
ANARQUISTAS CONDENADOS A MUERTE
Se sucedieron hechos similares en todo el país y el 5
de mayo la policía detuvo a 8 anarquistas: George Engel, Samuel Fielden, Adolf
Fischer, Louis Lingg, Michael Schwab, Albert Parsons, Oscar Neebe y August
Spies. Todos eran miembros de una asociación anarcosindicalista. Fueron a un
juicio totalmente manipulado, en todos los sentidos, siendo más bien un
linchamiento. Se les acusaba de complicidad de asesinato aunque nunca se les
pudo probar ninguna participación o relación con el incidente con bomba ya que
la mayoría no estuvo presente. No se siguió el procedimiento normal para la
elección del jurado. Todos fueron encontrados culpables y sentenciados a
muerte, a excepción de Oscar Neebe, condenado a 15 años de prisión.
“Y ya entrada la noche y todo oscuro en el corredor de
la cárcel pintada de cal verdosa, por sobre el paso de los guardias con la
escopeta al hombro, por sobre el voceo y risas de carceleros y periodistas,
mezclado de vez en cuando a un repique de llaves, por sobre el golpeteo
incesante del telégrafo que el “Sun” de Nueva York tenía establecido en el
mismo corredor… por sobre el silencio que encima de todos esos ruidos se
cernía, oíanse los últimos martillazos del carpintero en el cadalso. Al fin del
corredor se levantaba el cadalso.
-Oh, las cuerdas son buenas: ya las probó el alcaide.
El verdugo habla, escondido en la garita del fondo, de las cuerdas que sujetan el pestillo de la trampa.
El verdugo habla, escondido en la garita del fondo, de las cuerdas que sujetan el pestillo de la trampa.
-La trampa está firme, a unos diez pies del suelo… No;
los maderos de horca no son nuevos; los han pintado de ocre para que parezcan
bien en esta ocasión; porque todo ha de estar decente, muy decente… Sí, la
milicia está a mano; y a la cárcel no se dejará acercar a nadie… De veras que
Lingg era hermoso…
Risas, tabaco, brandy, humo que ahoga en sus celdas a
los reos despiertos. En el aire espeso y húmedo chisporrotean, cocean,
bloquean, las luces eléctricas. Inmóvil sobre la baranda de las celdas, mira al
cadalso un gato…
Cuando de pronto, una melodiosa voz, llena de fuerza y
sentido, la voz de uno de estos hombres a quienes se supone fieras humanas,
trémula primero, vibrante en seguida, pura y luego serena, como quien ya se
siente libre de polvos y ataduras, resonó en la celda de Engel, que, arrebatado
por el éxtasis, recitaba “El tejedor”, de Heinrich Heine, como ofreciendo al
cielo el espíritu, con los dos brazos en alto:
“Con los ojos secos, lúgubres, ardientes,
rechinando los dientes,
se sienta en su telar el tejedor;
¡Germania vieja, tu capuz zurcimos!
Tres maldiciones en la tela urdimos;
¡Adelante, adelante el tejedor!
Maldito el falso Dios que implora en vano
en invierno tirano
muerto de hambre el jayán en su obrador;
¡En vano fue la queja y la esperanza!
Al Dios que nos burló, guerra y venganza.
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Maldito el falso Rey del poderoso
cuyo pecho orgulloso
nuestra angustia mortal no conmovió!
¡El último doblón nos arrebata,
y como a perros luego el Rey nos mata!
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Maldito el falso Estado en que florece,
y como yedra crece
vasto y sin tasa el público baldón;
donde la tempestad la flor avienta
y el gusano con podre se sustenta!
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Corre, corre sin miedo, tela mía!
¡Corre bien, noche y día!
Tierra maldita, tierra sin honor,
con mano firme tu capuz zurcimos;
tres veces, tres la maldición urdimos:
¡Adelante, adelante el tejedor!’
rechinando los dientes,
se sienta en su telar el tejedor;
¡Germania vieja, tu capuz zurcimos!
Tres maldiciones en la tela urdimos;
¡Adelante, adelante el tejedor!
Maldito el falso Dios que implora en vano
en invierno tirano
muerto de hambre el jayán en su obrador;
¡En vano fue la queja y la esperanza!
Al Dios que nos burló, guerra y venganza.
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Maldito el falso Rey del poderoso
cuyo pecho orgulloso
nuestra angustia mortal no conmovió!
¡El último doblón nos arrebata,
y como a perros luego el Rey nos mata!
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Maldito el falso Estado en que florece,
y como yedra crece
vasto y sin tasa el público baldón;
donde la tempestad la flor avienta
y el gusano con podre se sustenta!
¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Corre, corre sin miedo, tela mía!
¡Corre bien, noche y día!
Tierra maldita, tierra sin honor,
con mano firme tu capuz zurcimos;
tres veces, tres la maldición urdimos:
¡Adelante, adelante el tejedor!’
Y rompiendo en sollozos, se dejó Engel caer sentado en
su litera, hundiendo en las palmas el rostro envejecido. Muda lo había
escuchado la cárcel entera, los unos como orando, los presos asomados a los
barrotes, estremecidos los periodistas y los carceleros, suspenso el telégrafo,
Spies a medio sentar, Parsons de pie en su celda, con los brazos abiertos, como
quien va a emprender vuelo.
El alba sorprendió a Engel hablando entre sus guardas,
con la palabra voluble del condenado a muerte, sobre lances curiosos de su vida
de conspirador; a Spies, fortalecido por el largo sueño; a Fischer, vistiéndose
sin prisa las ropas que se quitó al empezar la noche para descansar mejor; a
Parsons, cuyos labios se mueven sin cesar, saltando sobre sus vestidos, después
de un corto sueño histérico.
-¿Oh, Fischer, cómo puedes estar tan sereno, cuando el
alcaide que ha de dar la señal de tu muerte, rojo por no llorar, pasea como una
fiera de alcaidía?
-Porque -responde Fischer, clavando una mano sobre el
brazo trémulo del guarda y mirándole de lleno en los ojos- creo que mi muerte
ayudará a la causa con que me desposé desde que comencé mi vida, y amo más que
a mi vida misma, la causa del trabajador; y porque mi sentencia es parcial,
ilegal e injusta.
-Pero Engel, ahora que son las 8 de la mañana, cuando
ya sólo te faltan dos horas para morir, cuando en la bondad de las caras, en el
afecto de los saludos, en los maullidos lóbregos del gato, en el rastreo de las
voces, y los pies, estás leyendo que la sangre se te hiela, ¿cómo no tiemblas,
Engel?
-¿Temblar porque me han vencido aquéllos a quienes
hubiera querido yo vencer? Este mundo no me parece justo; y yo he batallado, y
batallado ahora con morir, para crear un mundo justo. ¿Qué me importa que mi
muerte sea un asesinato judicial? ¿Cabe en un hombre que ha abrazado una causa
tan gloriosa como la nuestra desear vivir cuando puede morir por ella? ¡No,
alcaide, no quiero droga; quiero vino de Oporto! -Y uno sobre otro, se bebe
tres vasos…
Spies, con las piernas cruzadas, como cuando pintaba
para el “Arbeiter Zeitung” el universo dichoso, color de llama y hueso, que
sucedería a esta civilización de esbirros y mastines, escribe largas cartas,
las lee con calma, las pone lentamente en sus sobres, y una y otra vez deja
descansar la pluma para echar al aire, reclinado en su silla, como los
estudiantes alemanes, bocanadas y aros de humo.
¡Oh Patria, raíz de la vida, que aun a los que te
niegan por el amor más vasto a la Humanidad, acudes y confortas, como aire y
como luz por mil medios sutiles! “Sí, alcaide -dice Spies-, beberé un vaso de
vino del Rin”.
Fischer, cuando el silencio comenzó a ser angustioso,
en aquel instante en que en las ejecuciones como en los banquetes todos los
concurrentes callan a la vez como ante solemne aparición, prorrumpió iluminada
la faz por venturosa sonrisa, en las estrofas de “La Marsellesa” que cantó con
la cara vuelta al cielo…
Parsons, a grandes pasos mide el cuarto…, vuélvese
hacia la reja…, gesticula, argumenta, sacude el puño alzado, y la palabra
alborotada, al dar contra los labios, se le extingue como en la arena movediza
se confunden y perecen las olas.
Llenaba de fuego el sol las celdas de los cuatro reos,
cuando el ruido improviso, los pasos rápidos, el cuchicheo ominoso, el alcaide
y los carceleros que aparecen a sus rejas, el color de la sangre que sin causa
visible enciende la atmósfera, les anuncian lo que oyen sin inmutarse, ¡que es
aquélla la hora!
Salen de sus celdas al pasadizo angosto. “¿Bien?”.
“¡Bien!”. Se dan la mano, sonríen, crecen: “Vamos”.
El médico les había dado estimulantes. A Spies y a
Fischer les trajeron vestidos nuevos; Engel no quiere quitarse sus pantuflas de
estambre. Les leen la sentencia a cada uno en su celda; les ciñen los brazos al
cuerpo con una faja de cuero; les echan por sobre la cabeza, como la túnica de
los catecúmenos cristianos, una mortaja blanca; abajo, la concurrencia, sentada
en hilera de sillas delante del cadalso, ¡como en un teatro!
Ya vienen por el pasadizo de las celdas, a cuyo remate
se levanta la horca; delante va el alcaide, lívido; al lado de cada reo marcha
un corchete. Spies va a paso grave, desgarradores los ojos azules, hacia atrás
el cabello bien peinado, blanco como su misma mortaja, magnífica la frente;
Fischer le sigue, robusto y poderoso, enseñándose por el cuello la sangre
pujante, realzados por el sudario los fornidos miembros.
Engel anda detrás a la manera de quien va a una casa
amiga, sacudiéndose el sayón incómodo con los talones. Parsons, como si no
tuviese miedo a morir, fiero, determinado, cierra la procesión a paso vivo.
Acaba el corredor, y ponen el pie en la trampa; las cuerdas colgantes, las
cabezas erizadas, las cuatro mortajas.
Plegaria es el rostro de Spies; el de Fischer,
firmeza; el de Parsons, orgullo rabioso; a Engel, que hace reír con un chiste a
su corchete, se le ha hundido la cabeza en la espalda. Les atan las piernas, al
uno tras el otro, con una correa. A Spies el primero, a Fischer, a Engel, a
Parsons; les echan sobre la cabeza, como el apagavelas sobre las bujías, las
cuatro caperuzas.
Y resuena la voz de Spies, mientras está cubriendo la
cabeza de sus compañeros, con un acento que a los que le oyen les entra en las
carnes; “La voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas
palabras pudiera yo decir ahora”. Fischer dice, mientras el vigilante atiende a
Engel: “Este es el momento más feliz de mi vida”.
“¡Hurra por la anarquía!”, dice Engel, que había
estado moviendo bajo el sudario las manos amarradas hacia el alcaide. “Hombres
y mujeres de mi querida América…”, empieza a decir Parsons… Una seña, un ruido,
la trampa cede, los cuatro cuerpos caen a la vez en el aire, dando vueltas y
chocando.
Parsons ha muerto al caer, gira de prisa, y cesa;
Fischer se balancea, retiembla, quiere zafar del nudo el cuello entero, estira
y encoge las piernas, muere; Engel se mece en su sayón flotante, le sube y baja
el pecho como una marejada, y se ahoga; Spies, en danza espantable, cuelga
girando como un saco de muecas, se encorva, se alza de lado, se da en la frente
con las rodillas, sube una pierna, extiende las dos, sacude los brazos,
tamborilea; y al fin expira, rota la nuca hacia adelante, saludando con la
cabeza a los espectadores”.
Epílogo
Los funerales de los que enseguida se empezó a llamar
“Mártires de Chicago” se efectuaron el día 12 de noviembre de 1887. El ataúd de
Spies iba oculto bajo las coronas; el de Parsons, escoltado por 14 obreros que
llevaban una corona simbólica cada uno; el de Fischer, adornado con guirnaldas
de lirio y clavelinas; los de Engel y Lingg (junto de nuevo a sus compañeros),
envueltos en banderas rojas.
Las viudas y los deudos, de riguroso luto, y
encabezando el cortejo un veterano de la guerra civil, con la bandera de los
Estados Unidos. 25.000 personas asistieron a las exequias y otras 250.000
flanquearon el recorrido. Durante días las casas obreras de Chicago exhibieron
una flor de seda roja clavada a su puerta en señal de duelo.
En 1893, un nuevo gobernador de Illinois, John Atgeld,
accedió a que se revisara el proceso. Las diligencias practicadas por el juez
Eberhardt entonces establecieron que los ahorcados no habían cometido ningún
crimen y que “habían sido víctimas inocentes de un error judicial”.
Schwab, Fielden y Neebe fueron puestos en libertad. La
hermana del testigo Waller demostró al juez que todo lo dicho por él era falso
y cómo se había comprado su testimonio; se recogieron declaraciones contra el
capitán Bonfield, que había manifestado: “Dénme unos tres mil de esos
anarquistas y yo sé lo que voy a hacer con ellos”.
Se probó cómo el procurador especial Rice dispuso la
integración espúrea del Jurado y otros delitos semejantes. Pero ya era
demasiado tarde. Aquellos inocentes, “víctimas de un error judicial”, estaban
muertos.
¿Y del Día de los Trabajadores.., del 1° de mayo…, qué
fue en los Estados Unidos?
El dirigente Peter J. Mac Guire había propuesto en 1882 en un mitin de la Central Labor Union, de Nueva York, celebrar el primer lunes de septiembre como “Fiesta de los que trabajan”.
El dirigente Peter J. Mac Guire había propuesto en 1882 en un mitin de la Central Labor Union, de Nueva York, celebrar el primer lunes de septiembre como “Fiesta de los que trabajan”.
Así nació el Labor Day norteamericano, que se celebró
el lunes 5 de septiembre de 1882 por primera vez con un desfile, concierto y
picnic.
Desde entonces, y más aún luego de los sucesos de
Chicago, el sindicalismo oficial de los EE.UU. con apoyo del Gobierno,
celebra esa “fiesta” cada primer lunes de septiembre y ayuda con celo
inigualable a los patrones para que millones de trabajadores se olviden del real
sentido del 1º de mayo, y hasta de la fecha misma.
Pero no podrán borrar sobre su propio territorio, ni
sobre toda la faz de la Tierra, la sombra oscilante de los ahorcados de
Chicago.
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