domingo, 24 de julio de 2016

¡HIJO DE MI SANGRE!



Ana Faucha era una viejecita del Sur de España. Su marido murió luchando durante la guerra civil. No le quedaba en la vida más que un hijo preso en la cárcel de Valdenoceda. Estaba enferma y no quería dejar este mundo sin ver por última vez a su hijo.
Ana Faucha, anciana y sola, sin recursos, vivía de milagro. Pero era una mujer del pueblo, acostumbrada al sufrimiento; tenía el temple de las madres españolas. Y sin pensarlo más se puso en marcha, decidió ir a pie a la cárcel donde se encontraba su hijo.
Andando, siguiendo a veces las vías de ferrocarril para no perderse, pidiendo limosna por los caminos y en los pueblos que encontraba a su paso, formando un pequeño paquete de comida para su hijo con lo mejor que recogía, esta madre cruzó de abajo a arriba el mapa de España. En su camino conoció el amor y la solidaridad de muchas familias sencillas que la albergaron en sus casas. A veces en la carretera la recogían y la acercaban algunos kilómetros a su destino.
No se sabe cuántas semanas o cuántos meses tardó en llegar a Valdenoceda. Pero llegó. Y me imagino cómo saltaría su corazón de gozo cuando por fin vio la cárcel donde penaba su hijo.
Se acercó a la ventanilla de comunicaciones y dio el nombre del hijo. El funcionario miró el fichero, un fichero frío, como son los ficheros de las cárceles y le respondió:
—Señora, usted no puede comunicar con él porque está chapado en una celda de castigo.
Aquella madre no comprendía. No le cabía en la cabeza y el corazón que después de haber cruzado media España no pudiese ver a su hijo porque estaba castigado.
—Entréguele por lo menos esta comida, por favor, soy su madre…
—No puede recibir nada, está incomunicado —respondió secamente el guardián de prisiones.
Desde entonces, todos los días, aquella anciana se acercaba tres o cuatro veces, mañana y tarde, a la ventanilla y recibía la misma contestación. A todas las horas se la veía, como un pequeño fantasma, con un pañuelo negro sobre la cabeza y arropada con un mantón oscuro, rondar por la puerta de la cárcel, acercarse a los muros, golpearlos con sus pequeñas manos pálidas como pidiéndoles una explicación.
Yo no sé cuánto tiempo hubiera esperado aquella madre, bajo el frío y la nieve, para ver a su hijo. Pero vivíamos uno de los inviernos más crudos y una mañana apareció muerta junto a los muros de la cárcel, como un pequeño pájaro oscuro, cubierta de nieve, abrazada al paquete que inútilmente fue formando para su hijo.
Así murió Ana Faucha, una viejecita del Sur, símbolo de las madres de los presos políticos, a la puerta de una cárcel de España.
*Relato de Marcos Ana.

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