El final de los días de la muerte. Josep Maria Huertas.
Barcelona. Cinco anarquistas fueron los últimos fusilados en el Camp de la Bóta, después de 13 años de ejecuciones. Pere Adrover, Jordi Pons, Josep Pérez, Genís Urrea y Santiago Amir cayeron bajo las balas en la madrugada del viernes 14 de marzo de 1952, dos meses antes de que comenzasen los fastos del Congreso Eucarístico. Presionado por el ambiente que se vivía en la Toulouse de los años 50, feudo de los anarquistas españoles exiliados, el arzobispo de la ciudad, monseñor Soliège, amenazó con no trasladarse al encuentro religioso de Barcelona si persistían las ejecuciones.
El historiador Josep Maria Solé Sabaté contó con paciencia los fusilamientos en Cataluña tras la Guerra Civil, entre 1939 y 1952, y la suma le dio la escalofriante cifra de 3.385 víctimas, de las que 1.689 habían sido fusiladas en la apartada playa del Camp de la Bóta, que era al mismo tiempo un barrio de barracas. "Sus habitantes más veteranos me explicaban los recuerdos de aquellos días en que el lugar se utilizaba para tan macabros fines", evoca Rosa Domènech, asistenta social en los años 60 de aquel desdichado suburbio.
La costumbre de fusilar en el Camp de la Bóta surgió en los primeros meses de la guerra. Jaume Miravitlles, comisario de Propaganda de la Generalitat, recomendó cambiar el lugar de los fusilamientos de los militares sublevados en julio de 1936, los fosos del castillo de Montjuïc, para evitar la morbosa asistencia de público. Alguien sugirió el Camp de la Bóta, donde existía un parapeto que había sido un campo de tiro para soldados. El 4 de septiembre de 1936, tres militares condenados a muerte fueron pasados por las armas en el lugar. La tanda de ejecuciones duró hasta el 18 de octubre de ese mismo año, y fueron 45 los oficiales ejecutados allí, ya que a partir de esa fecha se volvió a fusilar en Montjuïc.
El escritor E. J. Hughes, autor de un libro sobre la España de Franco, comenta que se volvió al lugar en 1939 al optar por "lugares retirados donde el ruido de las ráfagas no turbase la ‘tranquilidad’ de la población". El primero de los 1.689 ejecutados en el Camp de la Bóta durante el franquismo fue el abogado Eduardo Barriobero, diputado y masón que había presidido tribunales durante la guerra. Su sentencia de muerte se cumplió el 14 de febrero de 1939, y fue otro 14, el de marzo de 1952, trece años y un mes después, cuando el Camp de la Bóta pasó a ser tan sólo un suburbio de barracas junto al mar.
Los recuerdos que han quedado suelen ser los de los allegados de las víctimas. Carme Alba evocaba cómo, al enterarse de que su hermano Otili, militante del PSUC, había sido fusilado otro día 14, el de mayo de 1941, se trasladó rápidamente a la fosa común, adonde eran llevados los ejecutados. "Había unas cajas precintadas y me dijeron cuál podía ser la suya, pero no me la dejaron abrir. Al día siguiente volví con un martillo y una escarpa, hasta que pude introducir la mano, y la saqué con papeles y fotos que eran de él, y que los habían colocado encima del cadáver." Carme logró que los compañeros de trabajo de su hermano, de la empresa Rivière, construyesen una pequeña tumba en el sobrecogedor marco de la fosa común, hoy Fossar de la Pedrera.
Juanito Cuadrado se salvó en el último minuto, cuando todo estaba a punto de que el pelotón disparase. Llegó el indulto en el momento oportuno. Cumplió 24 años de cárcel y volvió al Camp de la Bóta junto al periodista Miquel Villagrasa para ver cómo en el lugar donde estaba el parapeto fatídico construían la depuradora del Besòs. "Recuerdo pocas cosas, seguramente por la angustia que pasé," explicaba. "Me viene a la memoria el parapeto, que era una rampa de tierra rojiza, supongo que por la sangre."
Del Camp de la Bóta no quedan más que los recuerdos y un monumento, "Fraternitat", al final de la rambla Prim. La Associació de Ex Presos Polítics no acude nunca, porque les desagrada la dedicatoria, limitada a los caídos en la Guerra Civil. Enric Puvill, secretario de la entidad, ha pedido que añadan "que el monumento honra a los ejecutados entre 1939 y 1952. Hasta que el Ayuntamiento no repare ese lamentable olvido, no es nuestro monumento".
La Vanguardia, 23-05-2002
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